OMAR GONZÁLEZ
presidente del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos)
Cuando Humberto Solás crea el Festival del Cine Pobre en Gibara está construyendo paradigmas. Y lo hace por caminos diferentes a los que tradicionalmente operan en el cine, donde lo más fastuoso y opulento es generalmente lo que más trasciende. Él fue por el camino de las nuevas tecnologías, de la novedad y la juventud, de lo nuevo en el arte del cine, que es precisamente la democratización que traen consigo los medios digitales y que favorece a la gente con talento pero sin recursos, porque el cine en 35 mm es sumamente costoso, prácticamente prohibitivo para los países pobres, tanto desde el punto de vista de la producción como de la exhibición. De ese modo, adentrándose en el fenómeno desde una perspectiva abierta, desprejuiciada, fue revelándonos paradigmas y modelos, reinventándose a sí mismo. Humberto llegó a esa conclusión y a estos resultados que hoy vemos, no sin contradicciones, pues la desconfianza siempre se escuda en la sospecha, en el recelo, y no faltó quien dudara de su buena fe e, incluso, del sentido de sus ideas y de su tesis relacionada con el cine pobre, entendido como él lo entendía. Hay que leerse el Manifiesto del Cine Pobre para ir viendo cómo va surgiendo la idea a partir de su experiencia en el cine. Manuela y sus primeros documentales son lo que llamamos cine de bajo presupuesto, que él llamó Cine Pobre. Pobre desde el punto de vista financiero, pero rico desde el punto de vista del talento o la pretensión estética. Por eso Humberto es un cineasta muy vigente, probablemente el cineasta que mayor vigencia tiene a partir de su credo estético. Fue un hombre que supo adaptarse a las circunstancias económicas, como creo que han hecho todos los grandes cineastas cubanos y de cualquier latitud, que no se paralizan ante las dificultades. Los cineastas cubanos tienen esa flexibilidad de pensamiento, lo que demuestra que ni en la práctica de la industria cinematográfica, que tiene sus normas, que parte de un guión, que implica un plan de producción, una lógica productiva, han sido ortodoxos, dogmáticos, rígidos.
Humberto veía con mucho optimismo el momento que estamos viviendo en la cultura. En ese sentido, quería que el Festival del Cine Pobre de Gibara fuera la confluencia de todas las manifestaciones; que Gibara, un pequeño pueblo de Holguín, se transformara en un laboratorio de la cultura contemporánea. Ya allí están participando los artistas plásticos de primerísimo nivel en Cuba, los teatristas, los músicos, los ensayistas, los críticos, los periodistas… todos en torno a un concepto, todos en torno a Gibara. Y no allí únicamente, sino que se ha ido creando una red y los filmes se han exhibido, por ejemplo, en el País Vasco, en Bolivia, en Perú, en Chile, otras provincias de Cuba. Esos son los presupuestos originales del Festival, que se concibió para que tuviera esa implicación cada vez más creciente, esa multiplicación, esa noción de rizoma, que le permita extenderse y llegar a los lugares más apartados del mundo. Ya están participando cineastas de Irán, de India, de otros países de Asia y de África y América Latina. Ha ido convirtiéndose en un laboratorio del cine menos visible, del más comprometido con las alternativas antihegemónicas. En última instancia, de lo que se trata es de un esfuerzo para articular un proyecto culturalmente emancipador. Por eso, todos haríamos bien si apoyáramos aun más al Festival y bajo ningún concepto permitiéramos que se desvirtuara. El Festival, por ejemplo, no es un evento de cine cubano, no es un evento nacional; de eso están claros sus organizadores.
La continuidad del Festival Internacional del Cine Pobre Humberto Solás depende mucho del equipo que lo realiza, que es el mismo de siempre, y de los gibareños y holguineros en general, sin cuya participación y pertenencia no tiene sentido que se realice en esa región del país. Un festival como este no puede concebirse desligado de la comunidad, que debe arroparlo como parte de su imagen mejor y de sus esencias. El Festival ha de ser siempre una red en expansión; de ahí la visibilidad que han ido alcanzando las obras participantes en el resto del mundo, y en la propia Cuba, donde Santiago de Cuba, Camagüey y Cienfuegos han servido como subsedes o como espacios para la celebración de muestras temáticas y sus correspondientes eventos teóricos. Tal es la concepción original del Festival, la que defendía Humberto, y es muy importante que se expanda y consolide en el mundo. Cine Pobre es una noción ética y cultural; yo ni siquiera lo veo asociado a una sede única; lo imagino múltiple, diseminado, omnipresente.
El impacto de las nuevas tecnologías ha sido tremendo, y ha intervenido de manera decisiva en la modelación del escenario audiovisual contemporáneo, a tal punto que ya no se puede hablar de cine, televisión o video como parcelas equidistantes; ahora hay que hablar de algo que las engloba a todas y que resulta un fenómeno nuevo, incluso bastante indeterminado todavía: el audiovisual. Los géneros, por ejemplo, se han difuminado, las jerarquías se han trastocado y la comunicación universal —que ha sido la aspiración suprema del individuo a lo largo de la historia—, ha terminado por hacerse imposible, ya que la saturación de datos es tal, que lo mejor que resulta de ese laberinto es la confusión. Las instituciones y los eventos no estaban preparados para un salto, más bien un sobresalto, de esta índole, tan poco convencional como dinámico; de ahí la sorpresa, el furor, la impaciencia y la frustración de algunos. Y cuando digo instituciones y eventos, hablo de todos, incluyendo los que forja el individuo en el espectáculo de su imaginario cotidiano.
El esquema institucional de producción se ha pulverizado por el advenimiento de las nuevas tecnologías, por la formación, el acceso, el desarrollo de las fuerzas creadoras, por la aparición de nuevas generaciones que dominan todos los procesos necesarios para elaborar un producto audiovisual. La institución, entonces, se encontró ante un nuevo fenómeno y ante un desafío. Había que darle espacio a esa eclosión de talento, no compasivamente, sino porque era imprescindible entender que el desarrollo se planteaba en esos términos. Y había que hacerlo sin el menor asomo de favoritismo, ni de paternalismo. Nuestras instituciones están llamadas a un cambio rotundo para mantener su vigencia y su utilidad. La única manera de propiciar que los creadores independientes o autónomos y las instituciones coexistan en armonía, que los espacios de difusión y promoción se pongan en función de lo que se produce dentro o fuera de las instituciones, es haciéndolo de manera cooperada, abriendo las puertas, dando participación e incitando el juicio crítico de una selección fundamentada, no precisamente caprichosa.
El ICAIC es una institución que aspira a caracterizarse por esa voluntad integradora, y donde la renovación imprescindible se entiende como parte de un proceso necesariamente mesurado, a mediano y a largo plazo, sin el efectismo de quienes todo lo resuelven con los artificios de un espectáculo o el consuelo pasajero de ciertas golosinas. Vivir al día, sin imaginar el futuro, es un signo de empobrecimiento espiritual.
Creo que la celebración de los 50 años del ICAIC ha sido mucho más que fiesta y algazara; el saldo principal es el del reencuentro, la indagación y la reflexión, y el cine cubano ha alcanzado mayor visibilidad, ha salido fortalecido de ese examen de sí mismo. Estamos hablando de centenares de muestras, seminarios, conferencias, publicaciones, debates e, incluso, de nuevas obras audiovisuales. Lo ocurrido es muy alentador, y prueba la eficacia de un proyecto como el nuestro, de la experiencia histórica de haber realizado una utopía a las puertas de Hollywood. Latinoamérica, al igual que Cuba, llega a estos 50 años del ICAIC en la plenitud de un resurgimiento de su cine, con los jóvenes como protagonistas de esa eclosión de lo inédito. El reto estaría en trascender el aislamiento, en trasvasar lo eventual y en propiciar la hermandad de lo diverso. Encuentros como el Festival de La Habana, y el del Cine Pobre Humberto Solás, ahora cubiertos de jóvenes, para no hablar de la Muestra de Nuevos Realizadores, corroboran la importancia de llegar más lejos. En nuestro país, quien afirme que los jóvenes no tienen espacio en el ámbito audiovisual, peca de un absolutismo, si no malsano, al menos obstinado.
Los nuevos realizadores audiovisuales han pasado de ser una minoría relegada a ocupar un lugar prominente en los escenarios nacionales; algo que los más entusiastas no vacilan en calificar de acontecimiento sin precedentes, no solo por la magnitud del fenómeno, sino por su diversidad y riqueza expresiva, amén de las circunstancias. Es como si volviéramos a vivir jornadas inaugurales, pero en un contexto muy diferente, si se quiere menos romántico, donde la contaminación adquiere visos múltiples y la experiencia precisa de otra mirada, so pena de convertirse en lastre, en ese fardo pesado que algunos llaman tradición y otros rutina.
Se trata de profesionales que han ido haciéndose de una obra sólida y a quienes, en la medida de las posibilidades —y de las imposibilidades—, las instituciones y la sociedad les han ofrecido apoyo y libertad, que es, después del talento y la formación cultural, el más importante recurso para la creación artística. Me siento optimista respecto al presente y al futuro del cine y la cultura cubanos, y a la continuidad de un proyecto que, tras haber cumplido 50 años, da pruebas de resistencia y lozanía. Y me atrevo a asegurar que son muy pocos los países donde se puede hablar en estos términos. Nosotros tenemos lo fundamental: el movimiento artístico y la institución. Porque el uno sin la otra no es cuerpo ni es cabeza. Allá los conversos y los renegados.
Humberto Solas creó el Festival —del que el ICAIC no es un ente ajeno, sino que participa desde el momento mismo de su concepción—, previendo que no solo esa reserva que tiene nuestra sociedad, sino también la que existe fuera de Cuba, estuvieran presentes, y participaran de un espacio común para la visibilidad y la interacción entre todos los hacedores de cine alternativo y cine pobre del mundo. La institución se nutre de esas experiencias sumamente vanguardistas, que están concebidas con el propósito de dar cabida y seguimiento al talento, y constituirse en escenario para la reflexión y la exposición de las nuevas hornadas de creadores y de las posibilidades que abren las tecnologías más allá de la institución.
Para nosotros, el Festival del Cine Pobre, la Muestra de Nuevos Realizadores, el Festival de Documentales Santiago Álvarez in Memoriam, el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, el Festival de Cine en la Montaña, el de Cine para Niños y Jóvenes, son laboratorios y espejos muy importantes para la institución, que se alimenta de ellos y está al mismo tiempo participando de diferentes procesos en la vanguardia artística. Todos los festivales nuestros constituyen un sistema y son complementarios y coherentes con respecto a una idea: forman parte del proceso mesurado al que me refería, donde se revela no solo la necesidad, sino la dimensión de los cambios. El Festival del Cine Pobre ha cumplido en este sentido un rol importantísimo, porque se ocupó, y se ocupa, sin entrar en conflicto con ningún otro, de la zona menos visible del audiovisual contemporáneo, una zona que ha ido creciendo y que comporta un componente de abnegación incuestionable.
Ese sistema de eventos lo hemos defendido y lo hemos mantenido con bastante esfuerzo —un esfuerzo que incluye los aportes del Ministerio de Cultura y de otros organismos del país—, porque no siempre existe la visión necesaria para comprender su importancia estratégica, y también por las dificultades económicas, que hacen imposible apoyar todo lo que se concibe en la creación artística o, al menos, tal como se piensa. A través de estos eventos conceptualmente nos formamos una visión de la realidad productiva y creativa en el campo del audiovisual, ante la cual tratamos de tener una respuesta lo más coherente, abarcadora y eficaz posible. Sabemos que es insuficiente, pero, para nosotros, persistir en la producción cinematográfica desde nuestras circunstancias, es un acto heroico, deliberadamente pertinaz. En ese sentido, un ejemplo como el de Humberto, que hizo en la última etapa de su vida un cine desde la modestia, y un Festival desde la humildad y la sinceridad, desde la hospitalidad y el afecto, es un paradigma imborrable. Yo siempre reconoceré en él la sencillez de su grandeza y el esplendor de su memoria.
Omar González es escritor y presidente del ICAIC. Los fragmentos que publicamos forman parte de un libro en preparación.
Cuando Humberto Solás crea el Festival del Cine Pobre en Gibara está construyendo paradigmas. Y lo hace por caminos diferentes a los que tradicionalmente operan en el cine, donde lo más fastuoso y opulento es generalmente lo que más trasciende. Él fue por el camino de las nuevas tecnologías, de la novedad y la juventud, de lo nuevo en el arte del cine, que es precisamente la democratización que traen consigo los medios digitales y que favorece a la gente con talento pero sin recursos, porque el cine en 35 mm es sumamente costoso, prácticamente prohibitivo para los países pobres, tanto desde el punto de vista de la producción como de la exhibición. De ese modo, adentrándose en el fenómeno desde una perspectiva abierta, desprejuiciada, fue revelándonos paradigmas y modelos, reinventándose a sí mismo. Humberto llegó a esa conclusión y a estos resultados que hoy vemos, no sin contradicciones, pues la desconfianza siempre se escuda en la sospecha, en el recelo, y no faltó quien dudara de su buena fe e, incluso, del sentido de sus ideas y de su tesis relacionada con el cine pobre, entendido como él lo entendía. Hay que leerse el Manifiesto del Cine Pobre para ir viendo cómo va surgiendo la idea a partir de su experiencia en el cine. Manuela y sus primeros documentales son lo que llamamos cine de bajo presupuesto, que él llamó Cine Pobre. Pobre desde el punto de vista financiero, pero rico desde el punto de vista del talento o la pretensión estética. Por eso Humberto es un cineasta muy vigente, probablemente el cineasta que mayor vigencia tiene a partir de su credo estético. Fue un hombre que supo adaptarse a las circunstancias económicas, como creo que han hecho todos los grandes cineastas cubanos y de cualquier latitud, que no se paralizan ante las dificultades. Los cineastas cubanos tienen esa flexibilidad de pensamiento, lo que demuestra que ni en la práctica de la industria cinematográfica, que tiene sus normas, que parte de un guión, que implica un plan de producción, una lógica productiva, han sido ortodoxos, dogmáticos, rígidos.
Humberto veía con mucho optimismo el momento que estamos viviendo en la cultura. En ese sentido, quería que el Festival del Cine Pobre de Gibara fuera la confluencia de todas las manifestaciones; que Gibara, un pequeño pueblo de Holguín, se transformara en un laboratorio de la cultura contemporánea. Ya allí están participando los artistas plásticos de primerísimo nivel en Cuba, los teatristas, los músicos, los ensayistas, los críticos, los periodistas… todos en torno a un concepto, todos en torno a Gibara. Y no allí únicamente, sino que se ha ido creando una red y los filmes se han exhibido, por ejemplo, en el País Vasco, en Bolivia, en Perú, en Chile, otras provincias de Cuba. Esos son los presupuestos originales del Festival, que se concibió para que tuviera esa implicación cada vez más creciente, esa multiplicación, esa noción de rizoma, que le permita extenderse y llegar a los lugares más apartados del mundo. Ya están participando cineastas de Irán, de India, de otros países de Asia y de África y América Latina. Ha ido convirtiéndose en un laboratorio del cine menos visible, del más comprometido con las alternativas antihegemónicas. En última instancia, de lo que se trata es de un esfuerzo para articular un proyecto culturalmente emancipador. Por eso, todos haríamos bien si apoyáramos aun más al Festival y bajo ningún concepto permitiéramos que se desvirtuara. El Festival, por ejemplo, no es un evento de cine cubano, no es un evento nacional; de eso están claros sus organizadores.
La continuidad del Festival Internacional del Cine Pobre Humberto Solás depende mucho del equipo que lo realiza, que es el mismo de siempre, y de los gibareños y holguineros en general, sin cuya participación y pertenencia no tiene sentido que se realice en esa región del país. Un festival como este no puede concebirse desligado de la comunidad, que debe arroparlo como parte de su imagen mejor y de sus esencias. El Festival ha de ser siempre una red en expansión; de ahí la visibilidad que han ido alcanzando las obras participantes en el resto del mundo, y en la propia Cuba, donde Santiago de Cuba, Camagüey y Cienfuegos han servido como subsedes o como espacios para la celebración de muestras temáticas y sus correspondientes eventos teóricos. Tal es la concepción original del Festival, la que defendía Humberto, y es muy importante que se expanda y consolide en el mundo. Cine Pobre es una noción ética y cultural; yo ni siquiera lo veo asociado a una sede única; lo imagino múltiple, diseminado, omnipresente.
El impacto de las nuevas tecnologías ha sido tremendo, y ha intervenido de manera decisiva en la modelación del escenario audiovisual contemporáneo, a tal punto que ya no se puede hablar de cine, televisión o video como parcelas equidistantes; ahora hay que hablar de algo que las engloba a todas y que resulta un fenómeno nuevo, incluso bastante indeterminado todavía: el audiovisual. Los géneros, por ejemplo, se han difuminado, las jerarquías se han trastocado y la comunicación universal —que ha sido la aspiración suprema del individuo a lo largo de la historia—, ha terminado por hacerse imposible, ya que la saturación de datos es tal, que lo mejor que resulta de ese laberinto es la confusión. Las instituciones y los eventos no estaban preparados para un salto, más bien un sobresalto, de esta índole, tan poco convencional como dinámico; de ahí la sorpresa, el furor, la impaciencia y la frustración de algunos. Y cuando digo instituciones y eventos, hablo de todos, incluyendo los que forja el individuo en el espectáculo de su imaginario cotidiano.
El esquema institucional de producción se ha pulverizado por el advenimiento de las nuevas tecnologías, por la formación, el acceso, el desarrollo de las fuerzas creadoras, por la aparición de nuevas generaciones que dominan todos los procesos necesarios para elaborar un producto audiovisual. La institución, entonces, se encontró ante un nuevo fenómeno y ante un desafío. Había que darle espacio a esa eclosión de talento, no compasivamente, sino porque era imprescindible entender que el desarrollo se planteaba en esos términos. Y había que hacerlo sin el menor asomo de favoritismo, ni de paternalismo. Nuestras instituciones están llamadas a un cambio rotundo para mantener su vigencia y su utilidad. La única manera de propiciar que los creadores independientes o autónomos y las instituciones coexistan en armonía, que los espacios de difusión y promoción se pongan en función de lo que se produce dentro o fuera de las instituciones, es haciéndolo de manera cooperada, abriendo las puertas, dando participación e incitando el juicio crítico de una selección fundamentada, no precisamente caprichosa.
El ICAIC es una institución que aspira a caracterizarse por esa voluntad integradora, y donde la renovación imprescindible se entiende como parte de un proceso necesariamente mesurado, a mediano y a largo plazo, sin el efectismo de quienes todo lo resuelven con los artificios de un espectáculo o el consuelo pasajero de ciertas golosinas. Vivir al día, sin imaginar el futuro, es un signo de empobrecimiento espiritual.
Creo que la celebración de los 50 años del ICAIC ha sido mucho más que fiesta y algazara; el saldo principal es el del reencuentro, la indagación y la reflexión, y el cine cubano ha alcanzado mayor visibilidad, ha salido fortalecido de ese examen de sí mismo. Estamos hablando de centenares de muestras, seminarios, conferencias, publicaciones, debates e, incluso, de nuevas obras audiovisuales. Lo ocurrido es muy alentador, y prueba la eficacia de un proyecto como el nuestro, de la experiencia histórica de haber realizado una utopía a las puertas de Hollywood. Latinoamérica, al igual que Cuba, llega a estos 50 años del ICAIC en la plenitud de un resurgimiento de su cine, con los jóvenes como protagonistas de esa eclosión de lo inédito. El reto estaría en trascender el aislamiento, en trasvasar lo eventual y en propiciar la hermandad de lo diverso. Encuentros como el Festival de La Habana, y el del Cine Pobre Humberto Solás, ahora cubiertos de jóvenes, para no hablar de la Muestra de Nuevos Realizadores, corroboran la importancia de llegar más lejos. En nuestro país, quien afirme que los jóvenes no tienen espacio en el ámbito audiovisual, peca de un absolutismo, si no malsano, al menos obstinado.
Los nuevos realizadores audiovisuales han pasado de ser una minoría relegada a ocupar un lugar prominente en los escenarios nacionales; algo que los más entusiastas no vacilan en calificar de acontecimiento sin precedentes, no solo por la magnitud del fenómeno, sino por su diversidad y riqueza expresiva, amén de las circunstancias. Es como si volviéramos a vivir jornadas inaugurales, pero en un contexto muy diferente, si se quiere menos romántico, donde la contaminación adquiere visos múltiples y la experiencia precisa de otra mirada, so pena de convertirse en lastre, en ese fardo pesado que algunos llaman tradición y otros rutina.
Se trata de profesionales que han ido haciéndose de una obra sólida y a quienes, en la medida de las posibilidades —y de las imposibilidades—, las instituciones y la sociedad les han ofrecido apoyo y libertad, que es, después del talento y la formación cultural, el más importante recurso para la creación artística. Me siento optimista respecto al presente y al futuro del cine y la cultura cubanos, y a la continuidad de un proyecto que, tras haber cumplido 50 años, da pruebas de resistencia y lozanía. Y me atrevo a asegurar que son muy pocos los países donde se puede hablar en estos términos. Nosotros tenemos lo fundamental: el movimiento artístico y la institución. Porque el uno sin la otra no es cuerpo ni es cabeza. Allá los conversos y los renegados.
Humberto Solas creó el Festival —del que el ICAIC no es un ente ajeno, sino que participa desde el momento mismo de su concepción—, previendo que no solo esa reserva que tiene nuestra sociedad, sino también la que existe fuera de Cuba, estuvieran presentes, y participaran de un espacio común para la visibilidad y la interacción entre todos los hacedores de cine alternativo y cine pobre del mundo. La institución se nutre de esas experiencias sumamente vanguardistas, que están concebidas con el propósito de dar cabida y seguimiento al talento, y constituirse en escenario para la reflexión y la exposición de las nuevas hornadas de creadores y de las posibilidades que abren las tecnologías más allá de la institución.
Para nosotros, el Festival del Cine Pobre, la Muestra de Nuevos Realizadores, el Festival de Documentales Santiago Álvarez in Memoriam, el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, el Festival de Cine en la Montaña, el de Cine para Niños y Jóvenes, son laboratorios y espejos muy importantes para la institución, que se alimenta de ellos y está al mismo tiempo participando de diferentes procesos en la vanguardia artística. Todos los festivales nuestros constituyen un sistema y son complementarios y coherentes con respecto a una idea: forman parte del proceso mesurado al que me refería, donde se revela no solo la necesidad, sino la dimensión de los cambios. El Festival del Cine Pobre ha cumplido en este sentido un rol importantísimo, porque se ocupó, y se ocupa, sin entrar en conflicto con ningún otro, de la zona menos visible del audiovisual contemporáneo, una zona que ha ido creciendo y que comporta un componente de abnegación incuestionable.
Ese sistema de eventos lo hemos defendido y lo hemos mantenido con bastante esfuerzo —un esfuerzo que incluye los aportes del Ministerio de Cultura y de otros organismos del país—, porque no siempre existe la visión necesaria para comprender su importancia estratégica, y también por las dificultades económicas, que hacen imposible apoyar todo lo que se concibe en la creación artística o, al menos, tal como se piensa. A través de estos eventos conceptualmente nos formamos una visión de la realidad productiva y creativa en el campo del audiovisual, ante la cual tratamos de tener una respuesta lo más coherente, abarcadora y eficaz posible. Sabemos que es insuficiente, pero, para nosotros, persistir en la producción cinematográfica desde nuestras circunstancias, es un acto heroico, deliberadamente pertinaz. En ese sentido, un ejemplo como el de Humberto, que hizo en la última etapa de su vida un cine desde la modestia, y un Festival desde la humildad y la sinceridad, desde la hospitalidad y el afecto, es un paradigma imborrable. Yo siempre reconoceré en él la sencillez de su grandeza y el esplendor de su memoria.
Omar González es escritor y presidente del ICAIC. Los fragmentos que publicamos forman parte de un libro en preparación.
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