miércoles, 20 de enero de 2010

Corpus teórico

BARRIO SOLÁS
Por Rafael Grillo

La piel alba y la cabeza nevada como cumbre de montaña. Camisa y pantalones blancos. En el rostro una sonrisa pulcra, cual si encarnara beatitud de arcángel. Tan impoluto se ve Solás, tan claro, que casi luce irreal. Empero, como en un alto contraste de pintura barroca, cercado está el divino Humberto por humano estrépito y jolgorio, abrasado y abrazado por el calor y el júbilo de la gente. Gente de todos los colores, de todos los sueños y todos los pensamientos, de castas y saberes múltiples, gente de pueblo, la gente de Gibara. Y también ciudadanos de todos los países, unidos a él por la causa del Cine Pobre. Es fecha de inauguración, y Humberto Solás va al frente de la caravana del mundo que arrollará las arterias de la Villablanca para enmarcar el inicio de una nueva edición del Festival.Acabo de dibujar una estampa del pasado reciente que, dolorosamente, no volverá a repetirse en la realidad. Aún si el pueblo ultramarino de la provincia de Holguín llegara a recuperar la belleza y el brío que ha tenido durante los años del Festival del Cine Pobre, y antes de que Ike “El despiadado”, la sembrara de ruinas; dos efigies van a faltarle, en lo adelante y para siempre; dos que son una: el cineasta Solás y Solás el hombre. Y ahora mismo, mientras lo imagino de pie y sentado, conversando y andando, ante la cámara y detrás de la cámara, con el infaltable cigarrillo en mano —ese que cargará la culpa del fatídico mal del Cangrejo que corroyó la envoltura de carne—; intuyo al mismo tiempo, que su zona inmaterial, el alma quijotesca que obró milagros, no en Milán sino en Gibara, se resquebrajó con el impacto noticioso de la catástrofe, apurando la hora final. Pero luego del preámbulo dictado por la consternación, quisiera hablar del Humberto Solás diligente y activo que mora en mi mente. Allí adonde acuden, y sobrevendrán todavía por un tiempo inmensurable, imágenes muchas y recuerdos bastantes, de aquellos que se alojan en un estante privilegiado del almacén de la memoria para protegerlos de los Apocalipsis de la vida.

Cronológicamente, el primero de esos souvenires gratos describe el día en que lo conocí, ya no como un icono distante del cine cubano, sino de veras, delante de mí, el hombre de verdad. Fue en los portales de una casa en las cercanías de la avenida de Puentes Grandes, en medio del trasiego del rodaje de Barrio Cuba. Estaban ahí Sergio y Aldo Benvenuto, sobrinos y aliados en la realización de la película y del Festival; Adela Legrá, actriz fetiche de Humberto desde la era de Manuela; Rafael Solís, su director de fotografía predilecto en la última etapa; el joven discípulo, Carlos Barba; un actor bien escogido para el reparto: Felito Lahera; y otros tantos, demasiados como para nombrarlos a todos, cada quien en sus asuntos, concentrados en función de la película. Yo, el periodista novel, comencé impresionado, disparando preguntas a modo de ráfagas nerviosas; mientras Solás, el tipo culto y curtido, mundano y de larga experiencia, me contestaba con la flema del Don Apacible. Su actitud salvó esa entrevista; al poco rato me había contagiado ya su sosiego; y encima, hasta andaba yo ofreciéndome a seguir los avatares de la filmación y extraer de mis vivencias una suerte de making off para ser leído. Otro flash que comparece, uno más que tampoco dejaría se lo tragaran las olas furiosas del olvido: Un feliz Humberto posa para mi cámara. Lleva su atuendo de hijo de Obatalá y está sentado entre tres músicos mestizos: David Torrens, Kumar y William Vivanco. Detrás, el viejo torreón sobre la colina de la Villablanca; al fondo, la boca de la bahía. Vuelvo, en la circunstancia en que escribo, a sentir de nuevo el entusiasmo de aquel momento, cuando presentí esa foto en la portada del periódico del Cine Pobre al día siguiente, bajo este titular: “Play it again, Solás”; como guiño del cinéfilo de pura cepa al clásico Casablanca, y a su Humphrey que ruega al pianista negro: “Tócala de nuevo, Sam”. En esas jornadas de Gibara, seguro estoy que, además de mi, la tropa completa del cine y otras artes que concurría a la humilde Gibara reparó en un cuadro entrañable, repetido a diario, y año tras año: Hasta yendo de caminante simple por las calles, Solás era un acontecimiento de lo real maravilloso. Porque los rostros de los lugareños se iluminaban a su paso, como si se les hubieran encendido en el interior las cerillas de la esperanza. Idolatría de pueblo, que me dejó muy cerca de comprender lo que representa la creencia religiosa en el advenimiento de un Mesías.También conservo una postal de vanidad; y si la menciono en esta nota de homenaje no es tanto porque dignifica mi amor propio, sino más bien por cuanto ayuda a concebir la estatura humana de Humberto Solás. Ocurrió en una mañana agitada en las oficinas del quinto piso del edificio del ICAIC, en que se hacían los últimos preparativos para el arranque del sexto Festival. Entonces, Solás se me aproximó para comentar un artículo sobre el Cine Pobre que yo escribí para El Caimán Barbudo. Las palabras que me dijo, fueron más o menos estas: “Lo que yo busco decir, con mucho esfuerzo y en varias páginas; tú lo resumes en pocas, con facilidad y elegancia”. Eso tendría que ser para mí un elogio descomunal, habiendo provenido de alguien que no solo rozó la excelsitud en su cine de autor; sino que de manera semejante, demostró en no pocos artículos y manifiestos, estar en posesión de una pluma lúcida y atinada. No obstante, lo que más me conmocionó de ese gesto suyo, fue el que me revelara la presencia en él de una cualidad que suele ser, lamentablemente, muy rara entre los espíritus dotados. Creo que de su grandeza incalculable, no daría mejor muestra que al ser capaz de reconocer la virtud en el cerebro ajeno.Se me ocurre culminar esta crónica de encuentros sin desencuentros entre Humberto y yo, delineando la figura del Solás que dejaría por la eternidad, exhibido en mi galería personal de los buenos recuerdos. Me atrae la idea de inventar tal retrato psicológico a base de los títulos de las películas suyas que recuerde de inmediato; muchas de las cuales, sin dudas, jamás serán bajadas del pedestal de la mejor tradición del cine cubano, para continuar siendo evocadas con orgullo por la mayoría de sus compatriotas:Fue Solás “Un hombre de éxito”; y contrario a lo que puede esperarse, no alojó soberbia y se comportaba modesto. Como cualquier hombre, Solás albergó en el pecho una costilla “Lucía”, y una “Manuela”, una “Amanda”, una “Cecilia”. Brumoso podía parecer Solás en algunas ocasiones, como “Un día de noviembre”; y muchas veces tan brillante como “El siglo de las luces”. Era de dulce la mirada de Solás, cual “Miel para Oshún”; y todo en él manifestaba al ser abierto y diverso, cual si entero le cupiera el “Barrio Cuba”.


HUMBERTO SOLÁS. EXCELENCIA PERDURABLE Y PARADIGMÁTICA
Por: Joel del Río

El paso por la vida y por el arte de Humberto Solás, una de las personalidades más conspicuas del arte cubano en los últimos cincuenta años, estuvo acompasado por la pasión desbordada, la búsqueda obstinada del rigor y persecución a ultranza, en cada fotograma, de su particular instinto para detectar la belleza. Por eso no dejan de sorprendernos, en esta época cuando el asombro ante una película es cada vez más raro, el empeño de muchos de sus filmes —sobre todo el primer cuento de Lucía, y también Cecilia, Amada, Un hombre de éxito, El siglo de las luces y Miel para Oshún— por revalidar melodrama y romanticismo, vinculándolos con referentes estéticos paradójicos, propios del naturalismo, el neorrealismo, el sicoanálisis, la visión racial y la perspectiva femenina, como signos que garantizan la penetración culturológica, la verosimilitud, el retrato filial y epocal, sin descontar la apelación a una sensorialidad tan desbordada que alcanzaba por momentos los límites de la sensualidad barroca.
Nacido en la capital cubana, en 1941, y fallecido hace unos días en la capital que tan admirablemente recreara en varias películas (atención a decenas de secuencias de admirable recreación arquitectónica y decorativa en Un día de noviembre, Cecilia, Un hombre de éxito, El siglo de las luces y Barrio Cuba), Humberto Solás se licenció en Historia en la Universidad de La Habana. Sus vínculos con el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) datan de cuando tenía poco menos de veinte años, a principios de los años sesenta, primero como asistente de dirección, colaborador de la revista Cine Cubano, y luego realizador de breves notas audiovisuales para la llamada Enciclopedia Popular, proyecto encaminado al auxilio de la campaña de alfabetización.
A la vuelta de poco más de un año de haber llegado al ICAIC, codirige, con Oscar Valdés, su primer documental, Variaciones, y al año siguiente el cortometraje, El retrato, también codirigido por Oscar Valdés. Esta primera etapa de experimentación y tanteos (incluye, además de los mencionados, los cortometrajes La huida, Capablanca, Minerva traduce el mar, El acoso y Pequeña crónica, entre 1959 y1965) es superada con el mediometraje Manuela (1966) en el cual encuentra el tema definitivo de toda su obra: el individuo, particularmente la mujer, víctima de las lesiones y los estremecimientos causados por la historia.
Con el tríptico Lucía (1968), obra maestra del cine cubano, se afianza la segunda etapa de su obra, que llega hasta los primeros años noventa, y se destaca por el extremo cuidado formal y de la puesta en escena (se inspiraba sobre todo en Serguei Eisenstein, Luchino Visconti, Orson Welles, Glauber Rocha y los grandes neorrealistas) aplicados a su regusto por recrear enfática y melodramáticamente los signos culturales del pretérito, con un espesor filosófico, artístico e historicista que con frecuencia abreva en la literatura (José Lezama Lima, Cirilo Villaverde, Miguel de Carrión, Alejo Carpentier), la plástica (Lam, Portocarrero, Servando), la música (uno de los mejores músicos cubanos, Leo Brouwer le puso excelentes bandas sonoras musicales a Lucía, Un día de noviembre, Cecilia y Amada, mientras que José María Vitier diseñó para El siglo de las luces una bandas sonora del cine cubano) y la arquitectura, las cuatro fuentes nutricias de su filmografía toda.
Wifredo Lam (1979), Cecilia (1982), Amada (1983), Un hombre de éxito (1986) y El siglo de las luces (1992) son retablos más o menos espectaculares y genéricos donde se retrata “la tragedia del hombre que trata (muchas veces inútilmente) de encontrar el hilo de su destino en medio del tráfago de un mundo donde la Historia se escribe con mayúsculas, donde la Historia se ha convertido en dueña, en señora, en tirana, en diosa”, por decirlo con las palabras del escritor cubano Abilio Estévez.
Cecilia significa una suerte de reinicio en el cine de Humberto Solás, luego de la década del setenta, con la dilación por cinco años del estreno de Un día de noviembre, y el evidente compromiso ideológico de los documentales Simparelé (1974), Nacer en Leningrado (1977) y del largometraje vanguardista y panfletario Cantata de Chile (1975). Con Cecilia, Solás continuaba y sintetizaba la tendencia historicista típica del cine cubano de los años setenta, a través de la óptica del cine de autor, que el director cubano interpreta mediante la recreación de ficciones realistas y románticas, de espesor literario y melodramático.
La presencia del período esclavista o del componente africano en nuestra cultura e idiosincrasia puede distinguirse también en significativos pasajes de otros filmes dirigidos por Solás (Lucía y El siglo de las luces), amén de que se explaya en documentales como Simparelé, Wifredo Lam y Obatareo. Si algo sustenta su filmografía ha sido precisamente la visión sincrética, cosmopolita e integracionista que cuenta, por supuesto, con las herencias entremezcladas de occidente y África. Sus filmes definen y recapitulan la mezcla resultante de razas y culturas que es Cuba, más que exaltar en su estado virgen los factores integrantes.
La misma obsesión con los momentos definitivos del pretérito, y con los hitos mitológicos de la cultura nacional, trasuntan sus filmes dedicados a la contemporaneidad: Un día de noviembre (1972), Miel para Oshún (2002) y Barrio Cuba (2005), la primera engavetada durante años por el ICAIC en tanto trataba la contemporaneidad con perspectiva escéptica y desencantada, y las dos últimas realizadas con bajo presupuesto, tecnología digital y dentro de la sobriedad del llamado cine pobre, lo cual no le impide mantenerse atento a los desbordes del melodrama, al mundo sentimental, filial y afectivo, en franca colisión con las asperezas de la vida económica y social, en tiempos de periodo especial, en un país marcado por conflictos como la prostitución, las olas migratorias, la doble moneda, y las crisis materiales y morales. “Yo estoy muy orgulloso de ser cineasta cubano —declaró el cineasta en una entrevista realizada en 1993— pero no solo por los resultados artísticos de nuestro cine, polémicos y hasta poco felices en algunos casos, sino también por la posición ética de esos cineastas. (…) El cine cubano ha jugado un papel social extraordinario dentro de la vida cultural del país. La década del sesenta se ha caracterizado por un autorreconocimiento como nación, y hubo un gran regocijo, una explosión creativa. (…) Para seguir llamándose revolucionario el cine cubano no puede ser conservador, debe ser un cine que apunte críticamente aquellos aspectos de la realidad que merecen un enjuiciamiento, pero sin olvidar que a la capacidad ética de ser sincero, ha de sumarse la ambición estética. (…) No es lo mismo que yo me pronuncie abiertamente a que utilice un tema histórico para dar lo contemporáneo, pero lo más importante es luchar, y encontrar el medio de expresar esas ideas”.
Hablando del compromiso irreductible con el destino de Cuba, Miel para Oshún significó la razonable y momentánea renuncia de Humberto Solás a los filmes histórico-literarios (Cecilia, Amada, Un hombre de éxito, El siglo de las luces) pero desde el inicio del filme —con la llegada en avión de los emigrados, sobrecogidos ante la proximidad de la Isla— la película puede leerse como un canto al milagro de la reconciliación y de amor a lo propio; así, confluyen en abrazo perdurable la madre ausente y el hijo extraviado, las aguas dulces de Oshún y las salobres de Yemayá, la Cuba entrañable y la ajena. El filme, con todo y los defectos apuntados por cierta crítica purista y académica, confirmó la fe del autor en las posibilidades expresivas del símbolo mujer-madre-patria, preeminente a lo largo de tres siglos de cultura cubana. La obra más suelta, sencilla y efervescente de Solás, se anillaba con el tercer cuento de Lucía, no solo en la última escena —cita explícita con Adela Legrá vestida de igual modo que en Lucía 196…— sino también en cuanto a la colocación del tono discursivo del filme sobre la línea sutil que separa sonrisas y lágrimas, y a la revelación de un contexto contemporáneo donde lo público y lo privado se entremezclan en intercambio al mismo tiempo agónico y festivo.
Luego de Miel… Humberto concibe la idea del Festival Internacional de Cine Pobre, en Gibara, y lo preside desde su primera edición en 2003. El Festival devino tribuna que ha exhortado a la democratización y la libertad de un cine realizado con pocos recursos que posibilite la inserción de nuevos cineastas en el patrimonio audiovisual mundial. Con los mismo presupuestos del cine pobre, y el melodrama en estado prístino, llegó luego el canto de cisne, Barrio Cuba, que a pesar de las prevenciones de algunos, logró establecer una corriente visceral de comunicación con su público natural, pues sabido es que el ser cubano, además de sus inclinaciones al choteo y el hedonismo, al júbilo carnavalesco y la rumbantela sempiterna, posee parcelas inundadas de melancólicas canciones, de gravedad, desventuras, y hasta de solemne grandilocuencia, muy afines al espíritu que apresa Humberto Solás en esta, la segunda parte de una trilogía dedicada al pueblo de Cuba, a sus padecimientos y alegrías.
El último filme de Humberto resultaba ser una exhibición casi impúdica de naufragios filiales, desasosiegos y congojas, de índole absolutamente privada e individual. La perspectiva coral de Barrio Cuba le permitía al realizador-guionista reflexionar sobre la preeminencia de ciertos valores, y acerca de su eventual desvanecimiento: “Tan solo quería hacer una película sincera —declaró Humberto en una y otra entrevista— un testimonio de la época que vivimos. Lo más importante son los valores que intenté resaltar: la solidaridad, la reunificación familiar, la unidad nacional, en un momento en que estos valores se ven amenazados. Mi gran reto era hacer un cine tremendamente humanista, que revelara la idiosincrasia y la realidad del cubano, sin caer en la sensiblería, pero tampoco con miedo a enfocarme plenamente en lo emocional. (...) Es un homenaje a mis influencias primeras, al neorrealismo de Vittorio de Sica (Ladrones de bicicletas, Milagro en Milán), al Luchino Visconti de Rocco y sus hermanos, al Fellini de Amarcord, o a Pather Panchali del indio Sayajit Ray. Es una especie de vuelta a la semilla, de búsqueda personal del tiempo perdido. Lo que ando no es la aprobación de la crítica ni de las instituciones, sino apenas ganarme la complicidad del espectador, y que este reflejada su situación existencial. No creo haberla hecho por narcisismo, sino por la comprensión de cuál debe ser mi rol como cineasta, para conmigo y ante los demás.”
Humberto Solás no olvidó, en ninguna de sus obras, el precepto de que ni siquiera la historia más sombría, sórdida y lateral puede permitirse el abandono de alguna pertenencia estética. Lucía (primer y segundo cuentos), Cecilia, Amada, y El siglo de las luces confirmaron al realizador como un cultivador de la seducción mediante el virtuosismo estilístico, mientras que Manuela, Un día de noviembre, Cantata de Chile, Un hombre de éxito, Miel para Oshún y Barrio Cuba representan un concepto original menos formalista y más instrumental, pues evidenciaron que todos los recursos de la puesta en escena se colocarían al servicio de la idea, de la tesis global y de los superobjetivos de cada empresa.
En Barrio Cuba, al igual que en Miel para Oshún, El siglo de las luces, Un hombre de éxito, Amada, Cecilia, Cantata de Chile, Un día de noviembre, Lucía y Manuela, el director se confirmó como el mejor director de actores con que contaba nuestro cine, una vez que sabía solicitar, y conseguir de los intérpretes, el ejercicio de la profesión acorde con el tono, el estilo y el género planteados, partiendo siempre del tremendo empeño que ponían el realizador, los intérpretes y demás creadores del filme, por insuflarle vida a esas criaturas concebidas a fuerza de comprensión y entrega.
Con el deceso de Humberto Solás no solo está de luto el arte y la cultura nacionales, el cine latinoamericano y del Tercer Mundo ha perdido a uno de sus clásicos indiscutibles.


HUMBERTO SOLÁS. UNA MIRADA SINGULAR Y POLÉMICA EN EL CINE CUBANO
Por: Joel del Río

Para acercarse a los derroteros y significados de los filmes creados por Humberto Solás, son de imprescindible valoración sus primeros cortometrajes, fechados a principios de los años sesenta. Desde entonces, se trasluce la voluntad de tanteo formal, característico del autor en aquel momento, cuando intentaba dominar el instrumental expresivo cinematográfico. En aquellos cortos se insinuaban de manera más o menos diáfana las constantes que animarían la obra posterior de Solás, ejemplo casi único en Cuba de una fidelidad expedita, confesa, a una estética personal devenida ética. Minerva traduce el mar, de 1963, exalta su linaje literario, inmerso en la poética barroca, a la vez que trasmuta el texto lezamiano en libérrima fuga, en asociaciones e imágenes que metabolizaban el original, devenido de esta suerte en juguete metafórico. Para recrear el texto Minerva... se auxiliaba de la música y de una reconcentrada búsqueda de la belleza formal, que le valdría de argumento a cierto sector de la crítica para etiquetear al cineasta como formalista y amanerado. La apropiación de los valores semánticos, sintácticos y expresivos de la música asistiría a toda la obra de Solás, desde 1963 hasta los años noventa, con puntos cimeros en las partituras de Leo Brouwer o José María Vitier para filmes como Lucía, Un día de noviembre, Amada, El siglo de las luces y Miel para Oshún, cuyas bandas sonoras incluyen algunos de los momentos más brillantemente eclécticos de la música cubana contemporánea. Minerva traduce el mar recurría al raudal metafórico lezamiano y también a la música, la danza y el teatro en una suerte de performance interdisciplinario como antecedente adelantado (muy adelantado) de lo que después se conocería en nuestro medio con la clasificación imprecisa de videoarte. A pesar de su formalismo agresivo, y de un cierto aire de diletantismo avant garde, cuya insolente obviedad no volvería a formar parte de los códigos expresivos solasianos, Minerva traduce el mar destaca como una de las primeras, esperanzadoras obras de un cineasta dotado para diseñar y recrear atmósferas, más que para narrar historias, un realizador capaz de poner al día nuestro cine valiéndose de lo inmarcesible de la cultura nuestra y universal, sometidas a un diálogo perenne, cartesiano. Los primeros cortometrajes de Solás (Variaciones, Minerva... y El retrato) pueden apreciarse como intentos por forjar vasos comunicantes entre la avanzada del arte mundial y una cinematografía nacional que se quería novedosa y plural, y de aliento universal, sin limitarse al terreno de la épica explícita ni al obstinado empeño por trazar los incorruptibles perfiles del héroe positivo. Para una cinematografía que como la cubana (en los años sesenta) se estaba rediseñando desde los cimientos, Humberto Solás se transformó en sólida promesa. El acoso (1965) y Manuela (1966) significaron la incursión definitiva del autor en el filme de ficción narrativo. Los dos participan con fuerza de la especificidad del cine cubano que transfiere elementos documentales a la ficción y viceversa. Además, se acercaba al pasado y a la historia reciente desde un estilo más realista, directo y nítidamente enfocado, a la manera de los neorrealistas clásicos. A pesar de que casi toda la crítica, nacional e internacional, pretende circunscribir al autor en los grandes frescos histórico literarios que después lo consagraran, Humberto concibió buena parte de sus filmes atento a la contemporaneidad histórica o al pretérito inmediato, desde El acoso (que instauró en Cuba una aproximación reveladora a la otredad que disiente) hasta Miel para Oshún, de 2000, (donde la misma otredad se muestra en una gama de matices que tal vez la confunden con el todo armónico), pasando por Manuela, el tercer cuento de Lucía, Un día de noviembre y Cantata de Chile. Por el nivel de calado en la subjetividad femenina puede afirmarse que tanto en El acoso como en Manuela se instaura en el cine cubano la temática de la mujer como núcleo desencadenante y protagonista absoluta. En su filmografía posterior, sobre todo en Lucía, Cecilia y Amada, el personaje femenino se convierte en símbolo polisémico y encarnación de la espiritualidad, la resistencia y la delicadeza, más allá de cualquier propósito coyuntural o vanamente polémico. Cuando el cine de la Revolución todavía se caracterizaba por su carácter abiertamente épico y afirmativo, Manuela significó el surgimiento fílmico de una nueva emotividad, que subsumía las grandes causas colectivas en móviles personales. Este mediometraje reconciliaba la fuerza y sinceridad del compromiso político con el imperativo de testimoniar el impacto emocional y los entresijos espirituales, emociones y espíritu cuyos naturales impulsos reflejan la conmoción social que vivía la Isla. Parte de la originalidad temática de Manuela radica en los móviles absolutamente personales de la protagonista (venganza, deseo de vivir una experiencia diferente, superior) a partir de los cuales la muchacha alcanza una dimensión más alta del amor universal y la solidaridad humana, entendidos por el filme como ideales capaces de trascender cualquier contexto específico. Similar hálito de trascendencia patentiza Lucía (1968) clasificada hasta hoy como la consagración absoluta de un cineasta y de toda una cinematografía nacional. En una época cuando los filmes con temática femenina, como tendencia, sólo se habían esbozado, los tres segmentos de Lucía describen una línea dramatúrgica ambivalente, aunque no paradójica. De un lado, está el empeño consciente por atrapar los diversos tiempos históricos, del otro, los altibajos y reveses que esa historia ha marcado en el alma femenina. Ambas líneas ideotemáticas se funden en un tríptico tan elocuente en lo íntimo como aquellas pinturas góticas que ilustraban la vida de la Virgen, y tan panorámico y ecuménico como aquellos otros trípticos, del mismo período pictórico, en que se describían batallas o alegorías de vicios y virtudes. Las tres Lucías encadenan la épica personal con el fluir y refluir de la epopeya nacional emancipadora, emancipación que convoca y perturba a la mujer cubana como ente participativo, definitorio. Lucía constituye la primera mirada sagaz de nuestro cine al devenir histórico visto como cámara de resonancia para lo íntimo, sin que la descripción del alma femenina impida aludir al entorno, ni asumir la simbiosis de razas y pueblos acrisolados a la sombra de la ceiba y la palma. Se ha insistido en la crispación neorromántica del primer cuento, en la languidez pesimista del segundo, en la efervescencia pop del tercero, pero muy poco se habla ya de que Lucía describe la policromía, el enrevesamiento y la complejidad de los procesos que favorecieron el asentamiento de una conciencia y de una identidad nacional. En este filme se asientan las coordenadas básicas del cine solasiano; ese es el embrión y el eje confluyente, crecido y ramificado después en numerosos escorzos estilísticos, que siempre se relacionan intrínsecamente con la multiplicidad fecunda del filme-matriz. El primer cuento de Lucía se articula y converge con Cecilia y El siglo de las luces, al menos en cuanto a la sublimación del siglo en que ocurre el doloroso parto de la nación cubana. El sino, el carácter y la sustancia de personajes como la Sofía carpenteriana, la Lucía de 1895 y la Cecilia villaverdiana (que en polémica versión de Solás se trasmuta en Oshún y se asemeja a la Caridad del Cobre) pueden verse cual alusiones simbólicas a la Isla, en ese centuria traumática y fundacional que fuera el siglo XIX latinoamericano. También pueden descubrirse analogías formales y expresivas, similitudes de significación y postulados recurrentes sobre la relación historia/individuo entre el segundo cuento de Lucía y el docudrama Wifredo Lam, Amada o Un hombre de éxito, todas referidas a la etapa seudorrepublicana. Ya hemos aludido a los múltiples nexos entre la tercera Lucía, Manuela, Un día de noviembre y Miel para Oshún, ya directamente relacionadas con el reordenamiento de las conciencias que significó la contienda e instauración revolucionaria. Así, Solás ha categorizado temporalmente sus personajes y anécdotas. Sin dejar de revisar, evaluar y compendiar virtudes y desmanes de otrora, intenta aprehender la inmanencia, la sustancia común que en todos los tiempos ha distinguido a los pobladores del archipiélago cubano, particularmente a las mujeres. Su revisión evocadora trasluce en ocasiones una perspectiva metafísica y escéptica: el amor por verdadero o desinteresado que sea, regularmente culmina en oscuridad y frustración, la verdad y los valores casi siempre fenecen ante la incomprensión generalizada, la excepcionalidad altruista es pasto de la intolerancia. La insistencia en las constantes que definen lo romántico es otra de las apelaciones reiteradas en su filmografía. Así había de ser, pues ya se sabe que la conciencia de nación y el sentimiento de independencia se consolidaron en el mismo período en que ocurría la eclosión romántica de la literatura y el arte occidentales. Un perceptible halo romántico y trágico caracteriza a un cúmulo de personajes solasianos arrebatados, pasionales, quijotescos o atrapados en convenciones éticas. Obviamente románticas parecen las rebeliones de las dos primeras Lucía y también la negativa de la tercera a convertirse en mero objeto de uso y servicio, según establecía la tradición. El destino trágico, el énfasis y el afán maximalista también late en Amada y Cecilia, así como en todos los papeles secundarios que interpretara Raquel Revuelta en el cine de Solás. La muerte, el sufrimiento o la locura también corona la vehemencia fervorosa de Lucía I, de Sofía, Amada, Cecilia y de la Carmen fantasmagórica, imagen ideal de la madre sufrida y añorada en Miel para Oshún. Debilidad, impotencia, frustración, ineptitud para el combate, autoconvicción de derrota conforma la médula romántica que también yace en la matriz tipológica de casi todos los personajes masculinos de su cine, desde los dos Esteban (el de El siglo de las luces y el de Un día de noviembre) hasta el Leonardo de Cecilia, el grupo familiar pisoteado por Un hombre de éxito, y el Roberto desarraigado de Miel para Oshún, todos rendidos de buscar ideales como el amor, la justicia y la libertad, y hartos de constatar en la práctica la imposibilidad perentoria de materializarlos. De acuerdo con todo ello, parece lícito afirmar que su cine deriva de génesis romántica para cimentar un cauce expresivo propio, una coherencia de temperamento y afinidades electivas que eluden la tipicidad y el tópico tanto del romanticismo a ultranza como del realismo socialista encartonado e inflexible. De esta manera, sus filmes trazan el contorno de una realidad escurridiza, un mundo desmesurado e inconmesurable, un país recorrido por indómitas y barrocas exuberancias. La recreación del período esclavista o del componente africano en nuestra cultura e idiosincrasia puede distinguirse también en significativos pasajes de Lucía, Cecilia, El siglo de las luces y Miel para Oshún, amén de que se explaya en documentales como Simparelé, Wifredo Lam y Obatareo. La sola enumeración hace tambalear el prejuicio de clasificar al cineasta cubano como sucedáneo de exclusivista de prolegómenos europeos. Si algo sustenta su filmografía ha sido precisamente la visión sincrética, cosmopolita e integracionista que cuenta, por supuesto, con la herencias de occidente y de Africa, pero jamás se atrinchera en prejuicios primermundistas ni facciosos ni filorracistas. Sus filmes definen y recapitulan la mezcla resultante de razas y culturas, más que exaltar en su estado virgen los factores integrantes, mucho menos ha pretendido determinar el peso específico de cada elemento conformador en la mixtura resultante de pueblos y culturas. De ahí la coincidencia ideoestética de Solás con creadores y pensadores emblemáticos de este país cuando se acercaron a esta miscelánea infinita de la que somos resultado en trance de mejoramiento. Lezama y Lam, Varela, Villaverde y Martí, Fernando Ortiz y Miguel de Carrión, Moreno Fraginals, Gutiérrez Alea y Carpentier, operan como una suerte de dúctil sustrato de apoyo sobre el cual opera la especificidad del lenguaje que Humberto Solás domina. Así, su cine explica y reinterpreta el proceso de intercambio de valores y esencias que ha dado lugar a lo cubano, a la vez que describe el espesor de esta amalgama étnica y cultural, y se concentra en ilustrar el proceso de recodificación (llamado sincretismo) en términos de religión, costumbres, vestuario, artes. Afirmaba Carpentier que “toda simbiosis, todo mestizaje engendra un barroquismo”. El colorismo exacerbado y la antinomia ceremonial yoruba-católica Cecilia, la religiosidad difusa y el panteísmo de Miel para Oshún, las danzas africanas pasadas por Maurice Bejart en Simparelé, los asiático mixturado con la jungla tercermundista y con la Europa picassiana en Wifredo Lam, la santería racionalista de El siglo de las luces, traslucen una intención globalizadora y ecuménica, al mismo tiempo que enciclopédita y detallista, en tanto se conformaron como filmes permeados por los muy dispares arquetipos que en Cuba confluyeron y desde aquí irradiaron al mundo. La tensión y distorsión atribuidas al neobarroco, entendido como estilo sustentado en las acumulaciones desmesuradas y polifónicas, son recursos cardinales en estos filmes. Tensión dramática expresada en situaciones sin salida y personajes patéticos, condenados de antemano a la desintegración; distorsión que proviene de acentuar la colisión pasional de ascendencia melodramática, operística. Los violentos contrastes de iluminación, la vitalidad de los movimientos de cámara, lo abigarrado y prolijo de la escenografía, la explosividad del montaje, así como la coloración intencionada, el subrayado obsesivo de los histriones y la plasticidad del encuadre permiten afiliar los filmes de Humberto Solás al cine neobarroco en el cual clasifican también, con diferente grande de pertenencia, contemporáneos como el polaco Andrzej Wajda, el italiano Bernardo Bertolucci, el alemán Werner Herzog, el ruso Nikita Mijalkov y el norteamericano Martin Scorsese, en otras palabras, los mejores directores del cine realizado durante las tres décadas sucesivas a 1965. Luego de un receso de diez años sin filmar, Humberto Solás dirigió Miel para Oshún. Su trabajo aquí remite, por lo directo, sencillo y expresamente comunicativo a su primera época de cineasta, aquella cuando sorprendió con el vigor naturalista y desembarazado de Manuela, o del tercer cuento de Lucía, cuya algazara y aire farsesco son recuperados, de alguna manera, en este filme de carreteras, entrañable homenaje también a lo mejor de esos seres llamados cubanos promedios, hombres y mujeres de pueblo, de a pie.La película cuenta el retorno de un cubanoamericano (Jorge Perugorría) en busca de su madre y de sus orígenes. La simpleza anecdótica aparece apuntalada, complementada por el propósito alegórico, generalizador. Muchas secuencias parecen originadas en la pura añoranza del protagonista por afectos, sonidos y colores familiares, casi íntimos. El filme se sostiene sobre dos pilares: la oda noble a lo más valioso de la cubanía, y la sutil voluntad alusiva, por momentos incluso lírica. Ambos presupuestos le permiten rebasar la categoría de road movie, a ratos simpática y siempre costumbrista. Aparte de la odisea medio farsesca de los personajes, el filme asume, con diversos grados de profundidad, la tragedia de la división familiar, el insoslayable peregrinar en busca de lo auténtico, se dibuja el retrato comprometidamente afectivo de realidades complejas y a veces dolorosas, además de que se intenta comprender pasado y presente de este país con tan nobles propuestas como pueden ser la comprensión y la solidaridad a todo trance. Miel para Oshún resulta mucho más entrañable que cualquier otro de los filmes cubanos habituales que se hacen en busca de cuatro sonrisas. Sus reencuentros y puntos de partida describen una odisea más espiritual que física. Y a pesar de la sensibilidad del tema, el director se las arregló para distanciarse del teque que a veces acompaña a nuestras películas “necesarias”. Puede ser comprendida a manera de esbozo, de propuesta fílmica radicalmente ética, aplicada a describir la búsqueda y el hallazgo de valores comunes y amores inmarcesibles, usando como pretexto el accidentado periplo de los personajes por las entrañas y la matriz de la Isla. El drama del desarraigo del protagonista deja de ser privado y personal, desde el momento en punto en que aterriza en La Habana, al principio del filme, hasta la eclosión final, operística y desmesurada (como buen Solás) en uno de los mejores epílogos del cine cubano, brillante definición en celuloide del sempiterno llanto-carcajada que nos caracteriza como pueblo. Imposible no admitirlo: se trata de la obra de apariencia más sencilla y expresamente comunicativa de Humberto Solás. Su perspectiva ha variado ligeramente en cuanto al punto de mira, en esta ocasión tal vez más pegado a la tierra y al presente, más atento al universo de lo popular. El final de Miel para Oshún deja en los ojos, y también más adentro de la piel, un no sé qué de luz danzante y de reconciliación de todos con todos. Ignoro cuán extraordinaria pueda parecerle a los puristas, pero estoy seguro que promover tales sensaciones son logros ajenos a las películas simples, medianas y oportunas. La urgencia de transformación mediante el conocimiento (el viaje) y la búsqueda de verdades esenciales son pilares, motivos dominantes de la obra más reciente firmada por Humberto Solás, autor que retorna evadido, por ahora, de su explícito regusto por concentrarse en la literatura y el pasado cubanos (El siglo de las luces, Un hombre de éxito, Amada, Cecilia, Lucía). Pero tal vez se han trazado con demasiada premura las líneas demarcadoras entre las obras anteriores de Humberto y esta nueva película suya. Los personajes de Perogurría e Isabel Santos atraviesan algo así como una crisis de inspiración vital, de autoconfirmación, que los compulsa a replantearse sus añoranzas e ilusiones mediante el viaje, la búsqueda y el reencuentro. Similar al protogonista de Un día de noviembre, Roberto trata de acercarse a un modo de vivir auténticamente paroxístico, intenta domeñar toda catarsis a fuerza de racionalismo. A lo largo de todo el filme su cartesianismo correrá riesgo de parálisis y será doblegado finalmente por una realidad que rebasa sus mecanismos de inmunidad. ¿Pueden “curarse” el desarraigo y la inadaptación mediante la recurrencia al instinto desatado, a lo ancestral, a ese fondo intocado que yace en algún resquicio de nuestra memoria afectiva? Si el Esteban de Un día de noviembre, y el de El siglo de las luces vagaban en busca de asideros espirituales, siempre inasibles, el Roberto de Miel para Oshún es menos escéptico y lánguido, reconoce atribulado las mentiras en que se fundó su existencia, pero se rebela, no se resignan, y se lanza en busca tal vez de algún ideal, corre detrás de la verdad huidiza, difuminada y remota, pero la única que puede regalarle un gesto permanente más allá de sus propios, engañosos recuerdos.
Roberto es uno de los personajes masculinos más significativos, equilibrados y conmovedores en la filmografía solasiana, en la cual no faltan, por cierto, pormenorizados retratos de la psicología viril, pero están diseñados por lo regular como seres activos, orgullosos, intransigentes y arrasadores (para mejor establecer el contraste con las protagonistas femeninas): aparecen el iluminista devenido tirano en El siglo..., el primo empeñado en seducir de Amada, los hermanos enfrentados en Un hombre de éxito, los dos Llauradó de Manuela y Lucía. Roberto está menos alejado de su prima y de su madre, es más sensible y equilibrado que los demás protagonistas varones pintados por Solás. Miel para Oshún trasunta una nueva correlación de fuerzas entre los sexos. Las mujeres del filme podrán sentirse heridas y frustradas, pero se mantienen inconmovibles como raíz, tallo y fruto de toda realización. La prima, la madre y media docena de mujeres (papeles secundarios de una brillantez insospechada) insinúan historias en las que fueron víctimas y a la vez heroínas, destinos paralelos a los de Lucía, Sofía al final de El siglo..., Cecilia, Amada y Lucía. Casi ninguna de ellas se abandona a la inacción y la desesperanza, muchos menos esa madre nutricia e ideal, la Carmen/Lucía a la que mil infortunios no alcanzaron a doblegarla. Tanto o más fuerte que el enfoque sicosexual, resalta la voluntad panorámica del filme respecto a la emigración y sus consecuencias. Si algún apunte aparecía en Un día de noviembre a ese respecto, aquí se explayan los más diversos puntos de vista, todos gravitando hacia la necesidad de la reflexión y la reconciliación. En el filme cohabitan e intentan comprenderse el que se fue y regresó (en las antípodas de la visión maniqueísta que subrayaba Lejanía), los que se alejaron replegados en sí mismos, y los que se quedaron luchando por el espacio de realización que les correspondía, gente en busca de un cauce, tal vez errático, pero para ellos propicio. El filme recurre a la exposición de tales actitudes solo con la voluntad de trascender cualquier esquematismo, tan socorrido en el cine cubano que intentara abordar el tema. Para imprimirle a su película esa atmósfera de medular trascendencia, Humberto exalta la fidelidad de todos sus personajes a ciertas esencias iluminadoras, profundamente humanísticas, cubanísimas y universales, esencias con las cuales concuerdan los mejores actos, premoniciones y remembranzas. Toda revisión seria, toda reivindicación del cine cubano ha de pasar, necesariamente, por la reconsideración del cine de Humberto Solás y del sitial que sus filmes ocupan en nuestra historia fílmica. Apasionado por la aventura estética de asumir códigos universales (románticos, neobarrocos, melodramáticos) siempre como alternativas a la ortodoxia irreflexiva, el autor hereda sin complejos toda esa genealogía de pluralidades estéticas, tamizándolas con la singularidad de lo cubano. Su filmografía, mayormente significativa e incitante, aparece marcada por el riesgo y la insatisfacción con los dogmas y los mensajismos obvios. Distinguibles por su insolencia y galanía, media docena de sus obras marcaron hitos en la historia cultural de este país. ¿Acaso Lucía no es producto acabado de la atmósfera creativa típica de los años sesenta? ¿La serie infausta de dilaciones que rodeó el estreno de Un día de noviembre no fue también la propia de aquel decenio gris, de contracción cultural y reflexiva? ¿No fue Cecilia el filme que abrió una polémica nacional sobre los derroteros deseables para el cine cubano en los años ochenta? Mucho hizo Humberto Solás por el reciclaje de nuestro cine a partir de pensarlo como arte, como producto estético y alimento espiritual. No quiso converger con los supuestos coyunturales ni pretendía ganar prebendas o mecenazgos, porque el artista que en cada nueva obra recree la historia nacional escribirá, necesariamente, un testamento perturbador para sus contemporáneos. La agitación dionisiaca, la fascinación paroxística de sus películas, nos hablan de un pueblo que ha podido salvarse del contagio mortal con la domesticación, una nación que ha sabido sortear el rutinario ajetreo de la intolerancia. Aquella Lucía que imploraba transida una gardenia, el Esteban de ojos abiertos a la duda escéptica, la Sofía que se inmola en nombre de un ideal difuso pero perceptible, el Roberto en busca de la ría donde confluyen mieles y océano, encarnan la perseverancia fructuosa de un cineasta empeñado en redactar su profecía personal sobre el triunfo inminente de la inteligencia, la belleza y la sensibilidad.

LAS OBSESIONES DE HUMBERTO SOLÁS
Por: Charo Guerra. Editora de Opus Habana

En el barrio de San Juan de Dios, donde parece cierta la existencia de una Cecilia María del Rosario Valdés que inspiró a Cirilo Villaverde, nació un 4 de diciembre, Humberto Solás. Ese día de 1941, ancianas libertas de la colonia hicieron una ceremonia de Shangó alrededor de la cuna del niño y, fieles a la tradición, le regalaron la canastilla que confeccionaban anualmente en homenaje a la deidad más fuerte del panteón yorubá. Luego sería bautizado en la cristiana iglesia del Ángel, donde transcurre el último y dramático momento de la novela Cecilia Valdés.
Otros motivos en la «habaneridad» del entonces futuro cineasta, habría que buscarlos en las visuales constantes del adolescente: un lateral de la Catedral, la Loma del Ángel con su torrecilla neogótica, las figuraciones vegetales del hierro en los portones de las casas...
Hoy la gratitud de Solás bordea los límites de una teoría sobre el artista y su contexto: «La Habana no es fácilmente apresable; tiene la grandeza de los períodos decadentes... Es capaz de crear a Martí, a Villaverde, a Lezama, a Carpentier pero, tal es su multivalencia, que no puedes decir que se conduce de una sola forma... Es una ciudad que, junto a un solar, forma a un escritor culteranista como Lezama, especie de Góngora de este siglo».
Su acercamiento al cine fue, al principio, una lucha de elecciones: mientras la madre se inclinaba por las películas españolas, y el padre, por las norteamericanas, él no se sentía satisfecho como espectador. No había surgido un cine con el cual se identificara plenamente, hasta que el neorrealismo italiano le mostró el lenguaje de su preferencia: «Esos filmes transcurrían en los ámbitos de una arquitectura que me fascinaba y que también se exhibía a mi alrededor. Aquí se hacía sentir lo universal; estaban los referentes para desarrollar mi aspiración de cineasta o arquitecto».
Primero dio cauce a sus inclinaciones plástico-arquitectónicas recreando calles y esquinas de La Habana Vieja. Finalmente con apenas 20 años se decidió por el cine, siempre bajo el influjo de su medio vital: «No había contradicción entre mi medio y lo que él me estimulaba. Creo que esa rapsodia de razas, de siquis, de volúmenes y pasiones que es La Habana, ha sido muy importante no sólo para mí, sino para muchos artistas».
Esa verdad la corroboran sus películas, cuyos telones de fondo son como una iconografía de la arquitectura cubana. Consecuente con su severidad, Solás asegura: «Ése es quizás mi único mérito». Al abordar diferentes etapas históricas, cada filme suyo muestra un estilo arquitectónico, y rinde culto a los más representativos pintores y grabadores cubanos.
«Lucía va del barroco (1895) al neoclásico (1933) y termina en la arquitectura de soluciones prácticas (196...)». En esa obra de reconocida maestría es evidente la influencia de los paisajes de Chartrand, de las vistas de paseos con volantas, de Mialhe, y una referencia a El rapto de las mulatas, de Carlos Enríquez (en la escena de la violación de las monjas).
Un día de noviembre refleja la atmósfera ecléctico-republicana de los barrios de Lawton, Santos Suárez y La Víbora. Cecilia es la expresión del barroco nacional en su tránsito al neoclásico. En ella está Landaluze pero asimilado críticamente, pues «su mirada a la época es muy complaciente, demasiado pintoresca. No obstante de no existir él, yo no habría podido hacer Cecilia... Él y otros contemporáneos de gusto exquisito, retrataron a la ciudad y supieron ver su espíritu y su colorido».
Amada está inspirada en La siesta, de Guillermo Collazo: «Yo filmé en la casa de Línea y D, donde quizás él pintó ese cuadro. «Amada» se mueve dentro del simbolismo y la Belle Epoque que ya está anunciando el Art Nouveau. Un hombre de éxito es Art Decó y en las últimas escenas capta el seudofuncionalismo de los años 50, donde el kitsch tomó fuerza. El siglo de las luces es barroca, tiene esa desmesura, esa irreverencia que se opone al espíritu conformista, tranquilo y ordenado del neoclásico».
Desde niño conocía a Víctor Manuel, Carlos Enríquez, Amelia, Portocarrero, Mariano... por los óleos que exponía «una maravillosa casa de la calle del Obispo». De esa pasión por la plástica nació su documental Wifredo Lam, donde a partir de resortes sicológicos expresa la humildad de ese genio. La colaboración de Servando Cabrera Moreno en Cecilia tiene que ver también con el apasionamiento por la plástica que distingue a toda su filmografía.
En virtud de su insatisfacción, Solás adopta para sus filmes la variante del extrañamiento: los convierte en ajenos y, sin la mínima piedad, con unas cuantas palabras los pulveriza. En el mejor de los casos, salva de su implacable juicio dos o tres escenas: «Según pasa el tiempo las películas van cambiando para uno, y desgraciadamente no puedes transformarlas. Lo que más quisiera en mi vida es rehacerlas, dejar algunas secuencias y filmar otras. Mis amigos me acusan de traumatizado por una sensación de inutilidad; quizás tras eso se esconda que yo me considere destinado a obras mayores y, en esa medida, sienta la necesidad de desandar lo hecho».
Ante tales obsesiones, se hace difícil intentar con él la revalorización de Cecilia, una versión poco comprendida en sus esencias. Sin embargo es innegable que en la propia obra de Villaverde subyace el sentido de la tragedia a partir de códigos afrocubanos. Al recordarla, Solás no puede evitar las interrogantes: «Yo todavía me pregunto por qué Oshún no le concede a Cecilia su deseo, ella que es tan generosa y disfruta complaciendo las peticiones de sus adoradores. ¿Quizás es que pidió algo por encima de sus posibilidades...? En la historia de los personajes, Leonardo era hijo de Yemayá y, de acuerdo con el panteón yorubá, no puede sufrir esclavitud de ningún tipo, ni física ni síquica. Shangó, en este caso Pimienta, provoca el desenlace trágico en su afán justiciero...»
En la actualidad pretende apartarse de los modelos literarios: «La dramaturgia de la literatura da una extraordinaria libertad al lector, lo convierte en coautor. Cuando Alejo Carpentier describe a Sofía o a Víctor Hughes, lo hace al punto que puedes configurar en tu mente una imagen que no es necesariamente la que él creó. Aun el hombre que no es artista, puede imaginar la puesta en escena. La película es la escultura del libro, su concreción plástica. Ya Sofía es como la quiso el director de cine... Yo pienso que lo interesante de la literatura es su capacidad para hacer detonar la inspiración. Como cineasta, siempre he envidiado la capacidad y libertad de la literatura...»
En los repartos de sus filmes hay nombres reiterados: Livio Delgado, en la fotografía; Nelson Rodríguez, en la edición; Leo Brouwer, en la música...: «Livio ha sabido captar la luminosidad y el espíritu barroco de la ciudad; Nelson es un gran consejero que interviene con acierto en el diseño conceptual de los proyectos. En el caso de Leo, comenzamos a la vez. La primera partitura cinematográfica de él fue mi primer corto, El retrato. Yo me di cuenta que él era el músico, y él, que mis imágenes podían ilustrarlo».
En su elección de los actores se observa una dicotomía; al lado de artistas que comienzan, están los consagrados: Raquel Revuelta, prácticamente en casi todos los repartos, junto a los entonces principiantes Eslinda Núñez, Adela Legrá, César Évora, Isabel Moreno...
Raquel Revuelta provoca una reflexión: «Ante ella tengo como una especie de eterna perplejidad; es el único rostro de profundo enigma para mí. Hay momentos en que si te detienes a mirarla es como si no existiera, ves el vacío. Yo siempre he querido captar eso y nunca lo he logrado plenamente. Es una personalidad que sugestiona, y ante la cual yo me siento chico; es la mayor de mis osadías. Con Raquel yo tengo la exigencia intelectual que solamente me pedía Alejo Carpentier. Trabajar con ella es un acto de suplicio y de veneración, al propio tiempo».
Cien años después del surgimiento del cine, Solás habla de la decadencia de este arte como un acto de próxima resurrección: «Podría haber consenso en que llegó a sus límites, mas no es así: está como la pintura del Medioevo, en la antesala del Renacimiento, al borde de la aparición de un Giotto... También entonces había decadencia, manierismo y se pensaba que la pintura lo había dicho todo. Nadie podía imaginar que aquél era el preámbulo de la perspectiva... El cine debe sufrir grandes cambios, y su rivalidad con la televisión va a desaparecer... Estamos viendo una copia mal elaborada de la literatura, y una especie de colofón de teatro que perdió su vigencia en las masas... El cine hará su viaje a la semilla y retomará al público, pero dentro de una complejidad visual e intelectual que ni siquiera nos podemos imaginar en este momento. Me refiero al cine como arte de integración. Será la pintura, la escultura, la música, el teatro, todo lo que, según Wagner quiso la ópera y no logró, más que nada por la revolución industrial... La alternativa es el audiovisual...»
A esas ideas vincula el reciente proyecto: una película de 30 minutos, paradigma de lo que le falta a su cine y al cine en general: «Yo siento que hay una incapacidad para desmontar los personajes. Son el resultado de lo que hablan, de lo que comunican... Es como una suerte de teatro en movimiento, tú no conoces nada hasta que no ves u oyes el diálogo... El escritor redondea a los personajes con sus observaciones; recurre al monólogo... A mí me interesa mucho llevar esta experiencia al cine, ver al personaje, pero también sus evocaciones. En eso Proust es un maestro. Habría que comenzar a hacer un cine con esa ambición de polivalencia, acostumbrar al público a un desmontaje de los personajes y de las historias».
En dicha película, Solás intentará esa especie de transición: «Es un experimento. Su gracia será lograr un lenguaje de reflexión, de libertad absoluta con las locaciones... como la vida. Si yo logro que el espectador diga: así pasa en la vida, entonces habrá empezado el cambio».
El tema de una nueva vida para el cine lo concibe desde un culto a la libertad y a la fidelidad del espíritu que desconoce el miedo: «Yo creo que la forma de ser legítimo es establecer un compromiso con el público. Con mis dos telenovelas: Cecilia y El siglo de las luces me propuse lo que me gustaría ver por la televisión. Debo pagar por abrir un camino; luego quizás vendrán otros con el mismo rigor, la misma capacidad, el mismo respeto y logren entronizar dentro de las conciencias colectivas. Así pasó con el neorrealismo italiano: Rosellini fue el precursor de los estilos y modelos de guión que se adoptaron durante los 40 ó 50 años siguientes a su labor. Cuando hizo Roma, ciudad abierta, le mostró el camino a De Sica; con Viaje a Italia, a Antonioni, a Visconti, a todos, incluso al propio Fellini, quien fue su asistente. Quizás uno, sin muchos bríos, está diciendo: vamos a hacer la televisión como se hace el cine. En este sentido no me da miedo el fracaso».
De sus proyectos anunciados retomará Océano con su hermana Elia Solás como guionista, una película que comienza a inicios de los 80, incluye la guerra de Angola, y termina en el 89. Juntos emprenderán también Miel para Oshún, cuyo tema es la conciliación entre todos los cubanos. Se dividirá en dos bloques; el primero en La Habana Vieja (la protagonista trabaja en las obras de restauración de la ciudad, recuperando cenefas), y el segundo, en el resto de la isla: «Es la oportunidad de dar a conocer ciudades que me interesan extraordinariamente como Camagüey, no vista por el cine cubano, y Sancti Spíritus y Gibara, esta última una joyita neoclásica ... Va a ser un canto a la nación y está inspirada en la generación de los 80: de Tomás Sánchez, Bedia, Nelson Domínguez, Zaida del Río... Voy a retratar, con mirada hiperrealista, las facciones, los muros, las paredes y ese deterioro que a veces es bellísimo».
Vistas sus diez obras de ficción y diez documentales, puede uno entender la ojeriza del creador, eso que definiera el filósofo español Ortega y Gasset como arte de confesión, voluntad estética por lo perfecto...
Tal búsqueda de la perfección pudiera explicar estas revelaciones acerca de la película que siempre quiso hacer, El siglo de las luces: «Yo la haría otra vez, cambiaría el casting, aunque tomaría al mismo Esteban, que parece modelado por el propio Alejo. Hice una versión para cine de tres horas que me gustó, la que se exhibió era sólo de dos. En la primera el material estaba muy bien editado pero después, por razones de mercado, no se autorizó, y tuve que hacer una reducción que la castró, sobre todo para un espectador que no hubiera leído la novela... Con la serie sí estoy satisfecho, con la película, no».
Y más que un ideal, parece cierto que El siglo de las luces sea apenas el boceto de lo que hará en el futuro: «En el 2005 seré joven todavía como cineasta... El siglo de las luces que quiero hacer será muy parecido a la primera parte de Lucía y requiere grandes escenografías de La Habana».
Como un pintor ante su lienzo virgen, o un arquitecto variando los planos a pie de obra, Solás expresa la angustia existencial del creador que aguarda por la consumación del hecho artístico. Y en esa permanente incapacidad de complacencia, donde a veces extravía o retoma esperanza de organizar el sueño, declara que El siglo de las luces sigue siendo su gran utopía.
A partir de los tantos inconvenientes que generó una superproducción regida por incompatibilidad de los métodos de trabajo de un equipo cubano, ruso y francés, y conociendo el sino de perenne inconformidad del artista, es posible asumir sus desasosiegos... Mas, en el deseo de volver a esta obra se intuye otra expresión intensa de su «habaneridad»: la urgencia de conceder a la ciudad un gran protagonismo y hacer sentir la seducción de lo que Carpentier describe como «mansiones que la noche acrecía en honduras, altura de columnas, anchura de tejados... rejas rematadas por una lira, una sirena, o cabezas cabrunas siluetadas por el hierro en algún blasón lleno de llaves...»


LA PELÍCULA QUE SIEMPRE QUISE HACER” ENTREVISTA CON HUMBERTO SOLÁS
Rafael Grillo

Cuando me acerqué para pedirle que conversáramos sobre Gente de Pueblo, a un Humberto Solás pensativo, que fumaba —ese y el cine son sus vicios incambiables— , dándose balance en el portal de una vieja casa escogida como locación, cerca de Puentes Grandes, nunca creí que me acogería tan distendido. Sobre todo por su fama, al parecer injustificada, de hombre difícil; y porque sabía que en unos minutos él debía retomar la batuta de la variopinta orquesta de elementos que intervienen en una filmación cinematográfica.“Aglutinar la acción de los equipos de luces, cámara, sonido, vestuario y maquillaje, actores, debe ser pan comido para quien lleva a su espalda una experiencia de más de treinta años como cineasta”, pensé en aquel instante para entender su actitud. También contaba que el rodaje estaba en sus postrimerías y atrás habían quedado ya, justo como el título de una película, las nueve semanas y media del duro trabajo de producción. Pero el veterano director me aportaría de entrada la razón clave de su comportamiento: “Gente de pueblo ha sido para mí un acto de liberación. Es la más personal de mis películas... con la que logro finalmente hacer ese tipo de cine por el cual siempre me sentí inclinado. Más que eso: es la película que me gustaría ver en el cine si otro director la hiciera en mi lugar.” De la misma persona que dirigió producciones de reconstrucción histórica, complejas y de altos presupuestos, tales como Lucía, Cecilia, Un hombre de éxito y El Siglo de las Luces; sorprende escucharle esta afirmación si se conoce que su nuevo filme aborda realidades de seres cotidianos en la Cuba contemporánea. “En los comienzos de mi carrera pretendía hacer películas sencillas, realistas, crónicas de la vida cotidiana. De ahí que la primera haya sido una cinta como Manuela —se explica Solás: Luego vino Lucía, que sí tenía un aire más épico. Intenté retomar mi proyecto, de cierto modo, con Días de noviembre, pero tuve dificultades después de esa película porque no fue bien comprendida. Confieso que aquello me traumatizó y me hizo desviarme hacia el cine de corte histórico como un modo de mantenerme activo como cineasta. “Con la difícil coyuntura económica que atravesaba el país en los noventa, comprendí que para seguir trabajando debía acogerme al cine digital. Entonces filmé Miel para Oshún, que ya era un acercamiento, todavía tímido, a mis orígenes, y que me permitió, además, avizorar esa estética que ahora defiendo bajo el nombre de Cine Pobre.” El año pasado Humberto Solás consiguió realizar el I Festival Internacional del Cine Pobre. En el Manifiesto que define ese nuevo movimiento aclara: “Cine pobre no es cine carente de ideas o de calidad artística, sino aquel que se hace con restringida economía, en países de bajo desarrollo. Implica aprovechar esa misma revolución tecnológica que impulsa la globalización y la brecha entre naciones ricas y pobres, pero en sentido inverso.” Como antes con Miel…, en Gente de pueblo el cineasta se vale de la tecnología digital y ahora afina todavía más la economía de medios y recursos para ajustarse a los cánones que exalta. Lo evidencia el trabajo de cámara donde “no hemos usado casi las grúas, los rieles, esos andamiajes técnicos tradicionales”, me argumenta. “Hemos buscado una fotografía sencilla, sin mucho protagonismo, puesta solamente al servicio de la historia, para que la película se sostenga sobre la labor de los actores y las interioridades del guión”. De paso me entero también que una buena parte de los actores, en uno de los elencos más sobresalientes del cine cubano de los últimos años (Isabel Santos, Jorge Perugorría, Aurora Basnuevo, Mario Limonta, Luisa María Jiménez, Enrique Molina, Manuel Porto, entre otros), ha aceptado trabajar en la película de forma desinteresada. Y que se garantizó una excelente banda sonora, con composiciones de músicos y agrupaciones prestigiosas como Los Van Van, Habana Abierta, Carlos Varela, Polito Ibáñez, Pablito FG y el cantante flamenco Diego el Cigala porque estos cedieron gratuitamente los derechos de sus canciones para que aparezcan en la película. Desde el punto de vista argumental, Gente… es un gran fresco sobre el “océano de gentes dispares que es la capital cubana”, para el cual Humberto seleccionó meticulosamente las locaciones con el fin de fotografiar ángulos inéditos de La Habana. Así, además del lugar donde nosotros dialogamos, desfilarán imágenes —digámosle exóticas— del área de Valle Oculto, en el municipio de Regla, de la Loma del Burro, en Lawton o el Espigón, de Guanabo. En esta película coral, que involucra a muchos personajes de edades, razas y actitudes diferentes, Solás, como su principal guionista también, hace desfilar incomprensiones familiares, los dramas de la maternidad y la paternidad, la soledad, la muerte, el amor, la homosexualidad, y las emigraciones económicas hacia el extranjero o desde el interior del país hacia la capital. “Tan solo quería hacer una película sincera, un testimonio de la época que vivimos. Donde lo más importante son los valores que resalta: la solidaridad, la reunificación familiar, la unidad nacional, en un momento en que estos valores están amenazados —anuncia Solás sobre sus propósitos. “Mi gran reto con ella era hacer un cine tremendamente humanista, que revelara la idiosincrasia y la realidad del cubano; sin caer en la sensiblería, pero tampoco con miedo a enfocarme en lo emocional”, dice para que nos preparemos a enfrentar una película centrada en los más elementales asuntos humanos, pero con una fuerte carga dramática. Adelantándose a las posibles comparaciones con el notable antecedente de Suite Habana, Solás reconoce: “Esa es una de las más grandes realizaciones del cine cubano... y me hubiera gustado hacer la mía primero”. Mas aclara que “el guión de Gente… había sido presentado para su aprobación en el Comité del ICAIC desde hacía cuatro años, antes aún de que naciera el proyecto de la película de Fernando Pérez”. Aunque todavía falta toda la labor de postproducción antes que su película quede lista para ser apreciada por los espectadores, el director está contento con los resultados de la fase de rodaje y recalca sobre la satisfacción que le produjo hacerla: “Gente… es un homenaje a mis influencias primeras, a Sica y el neorrealismo, al Visconti de Rocco y sus hermanos, el Fellini de Amarcord o Pather Panchali del indio Savyajit Ray. Es una especie de vuelta a la semilla, de búsqueda personal del tiempo perdido. “No ando buscando la aprobación de la crítica o de las instituciones, sino apenas ganarme la complicidad del espectador que vea reflejada en ella su situación existencial. Por eso no creo hacerla por narcisismo, sino por la comprensión de cuál debe ser mi rol como cineasta, para conmigo y para los demás.” Hasta aquí llegó la entrevista al cineasta consagrado, de trayectoria polémica, a quien el cine cubano debe de cualquier manera algunas de las realizaciones más premiadas y aclamadas de su historia. La actriz Adela Legrá, presencia fetiche en la filmografía del director desde Manuela, nos pasa por el lado con un bebé al hombro. También Rafael Lahera, un actor eficiente que él descubre para el cine, se adentra en la casa donde terminó de acondicionarse el set. Va con el rostro desencajado, en muestra de que ya está absorbido por la tragedia de Santos, su personaje. Pronto sonará la claqueta indicando escena y toma, y tocará a Humberto Solás dar la voz de ¡Acción!


HUMBERTO SOLÁS, UN CINEASTA SINCERO
Por: Yohanna Pujol

La muerte de Humberto Solás es una triste noticia no solo para Cuba sino para la cinematografía mundial. Aclamado cineasta con más de 40 años en el oficio, fundador del movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, creador de Lucía (1968), una de las grandes películas de todos los tiempos, y Premio Nacional de Cine 2005, este maestro imprescindible para la historia del cine cubano e iberoamericano vivió sus últimos años bajo el mismo espíritu innovador y los mismos preceptos éticos y estéticos que en los años 60 lo situaron a la vanguardia del arte en el continente. Filmó en 2001 la primera película cubana realizada en video digital, Miel para Oshún, y continuó escribiendo historia del cine con la creación del Festival de Cine Pobre de Gibara, que presidió desde 2003 hasta la fecha de su deceso. Omar González, presidente del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), recuerda al realizador de El Siglo de las luces (1991) y Barrio Cuba (2005) como “un cubano por antonomasia” y un gran pensador, cuyas ideas y conceptos sobre el arte y en especial el cine han dejado una huella tan profunda en la cinematografía cubana como su propia obra fílmica, y cuyo legado no declinará con su desaparición.
¿Qué características hicieron de Humberto Solás un cineasta notable dentro de la gran explosión de talento que marcó la creación del ICAIC en la década del 60? Humberto siempre hizo las películas tal como las concibió, tal como las quiso. Entre sus películas y su ideario, su noción misma del arte, hay una gran correspondencia. Fue un cineasta sincero en todo momento. Humberto pudiera parecer iconoclasta, era un hombre reacio a toda estrechez dogmática, a todo intento por encasillarlo, por domesticarlo, a todo intento por parcelar o cercar su voz propia y su libertad de movimiento.
La suya fue siempre una libertad muy responsable, porque fue siempre dentro de la Revolución, sin que esto signifique que su discurso fuera uno domesticado o que hubiera hecho del discurso político un axioma propagandístico. Por el contrario, él hacía arte, y ese arte era esencialmente revolucionario. No se puede perder de vista que Humberto recibió la medalla por la lucha clandestina. Fue un luchador clandestino antes del triunfo de la Revolución. Era un jovencito cuando se funda el ICAIC, hace Lucía con la edad de 27 años, una película paradigmática, que forma parte del canon del cine más importante de Iberoamérica.
A Humberto, sin exagerar, le veo una dimensión que trasciende este continente. Varias de sus películas, no solo Lucía, están al primer nivel del cine mundial. Creo que, entre otras cosas, fue el director cubano que ha conseguido mejores resultados con el cine de multitudes, por ejemplo, en la cena fastuosa de Un hombre de éxito, para la que utilizó a los propios trabajadores del ICAIC. También hizo varios de los mejores documentales de arte, como Obataleo y Wifredo Lam.
Cuba puede sentirse orgullosa porque tiene tres grandes cineastas de esa dimensión excepcional: Humberto Solás, Titón [Tomás Gutiérrez Alea] y Santiago Álvarez. Los tres han muerto y permanecerán como modelos, pero es importante que los nuevos paradigmas tengan visibilidad, sin obviar la influencia de estos que ya no están con nosotros. En esto deben contribuir mucho los medios y el propio cine, en un momento en que, no solo en Cuba sino en todo el mundo, las jerarquías están bastante borrosas, bastante imprecisas, por efecto de la globalización, de las tecnologías, del acceso al arte y de los medios, que padecen de un estrabismo indudable. Las jerarquías son imprescindibles en el arte.
Precisamente con la creación del Festival de Cine Pobre se abre un espacio para la visibilidad de nuevos talentos… Cuando Humberto Solás crea el Festival del Cine Pobre en Gibara, va construyendo paradigmas. Va por caminos diferentes a los que tradicionalmente operan en el cine, donde lo más fastuoso y opulento es generalmente lo que más trasciende. Él fue por el camino de las nuevas tecnologías, de la novedad y la juventud, de lo nuevo en el arte, que es precisamente la democratización de los nuevos medios digitales que favorece a la gente con talento pero sin recursos, porque el cine en 35 mm es sumamente costoso. Por allí fue revelando paradigmas y modelos, y él mismo se reinventa. Hay que leerse el Manifiesto del Cine Pobre para ir viendo cómo va surgiendo la idea de sus experiencias más recientes, pero también de su experiencia en el cine, porque hay que recordar que Solás durmió en los parques de París cuando no tenía un centavo y estudiaba cine. Terminó haciendo un cine que tiene mucho que ver con su primer cine, es como si cerrara un ciclo. Manuela y sus primeros documentales son lo que típicamente llamamos cine de bajo presupuesto, que él llamó cine pobre. Pobre desde el punto de vista financiero, pero rico desde el punto de vista del talento o la pretensión estética. Por eso Humberto es un cineasta muy vigente, probablemente el cineasta que mayor vigencia tiene a partir de su credo estético. Fue un hombre que supo adaptarse a las circunstancias, como creo que han hecho todos los grandes cineastas cubanos. Los cineastas cubanos tienen esa flexibilidad de pensamiento, lo que demuestra que ni en la práctica de la industria cinematográfica, que tiene sus normas, que parte de un guión, que implica una producción, una lógica productiva, han sido ortodoxos.
Humberto, además, era un renacentista. Hay que partir de que esto no era algo episódico para él, no era una moda, sino algo orgánico en su vida. Era un hombre sumamente culto. Cuando uno hablaba con Humberto se adentraba en universos de mucha complejidad desde el punto de vista temático y cultural, por la riqueza de fuentes que manejaba. Era un gran conversador, y cuando hablabas con él podía llevarte desde la cocina china, hasta el barroco, la cultura persa y el teatro francés. Sin embargo, era un cubano por antonomasia, en su arte y su vida. Lo veía todo desde un prisma y un color muy cubanos. Toda interpretación que hacía de cualquier elemento artístico partía de esa cubanía tan arraigada. Su pensamiento era como una atalaya en cuanto a los procesos culturales: vislumbraba los cambios mucho antes de que acontecieran. Por ejemplo, tenía la tesis de que ahora en Cuba iba a producirse un salto muy importante en el cine porque se está dando nuevamente un salto muy importante en el teatro, y aunque los dramaturgos no sean guionistas, el ver buen teatro va a influir notablemente en la concepción del cine que hacemos. Ciertamente, en Cuba hay un auge muy grande del audiovisual y de la producción cinematográfica, calidades aparte, al igual que en el teatro; pero para que se produzca una obra maestra es preciso producir mucho.
Humberto veía con mucho optimismo el momento que estamos viviendo en la cultura. En ese sentido, quería que el Festival de Cine Pobre de Gibara fuera un crisol, una confluencia de todas esas manifestaciones; que Gibara, un pequeño pueblo de Holguín, se transformara en un laboratorio de la cultura contemporánea. Ya allí están participando los artistas plásticos de primerísimo nivel en Cuba, los teatristas, los músicos, los ensayistas, los críticos, los periodistas… todos en torno a Gibara. Y no allí únicamente, sino que se fue creando una red y se exhibió, por ejemplo, en el País Vasco, en Bolivia, en Perú. Esos son los presupuestos originales del Festival, que se concibió para que tuviera esa implicación cada vez más creciente, esos anillos que fueran llegando a muchos lugares del mundo. Ya están participando cineastas de Irán, de Asia y de África. Ha ido convirtiéndose en un laboratorio del cine menos visible.
El cine en general tiene poca visibilidad porque los mecanismos de distribución no le pertenecen. Todos somos periféricos de Hollywood, pero hay un cine que es aún más invisible: el de bajo presupuesto. De ese cine se estaba ocupando Humberto, con una propuesta estética muy revolucionaria, un proyecto muy avanzado desde el punto de vista conceptual y cultural. Llega a los más desposeídos sobre la base de la calidad, con un rasero estético que no hace concesiones, y tiene articulación con todos los movimientos alternativos que se producen en el mundo. Tiene articulación con todas las redes emancipatorias del ámbito político, social, cultural y económico. Al Festival de Gibara habría que compararlo con los Foros Sociales Mundiales, está en esa dimensión, esa es su aspiración: Articular una gran red y darle voz y luz —porque al fin y al cabo iluminar es difundir y proyectar— a los que menos tienen. ¿Qué futuro le espera al Festival en estas difíciles circunstancias?El Festival tiene que continuar, porque lo contrario sería pobre favor a nosotros mismos, una ingratitud y una renuncia al ejemplo de Humberto Solás. Él dejó guiones por hacer y dejó concebido el Festival para el futuro. Hay que tomar en cuenta que el Festival es una película tal cómo el lo concibió. Es una producción, como si fuera a hacer la película de la vida, del cine. Es una película sobre el mismo cine, con toda su riqueza y lo que significa, que incluye a todas las manifestaciones artísticas.
Humberto estará actuando con su ejemplo y su modestia, su calidez humana. Ya sentimos su falta y la única manera de suplir esa carencia es haciendo lo que él se propuso y articuló perfectamente dentro de la institución.
Humberto Solás acompañó desde sus inicios la evolución del ICAIC y con el surgimiento Festival de Cine Pobre añadió un nuevo capítulo de esta historia. ¿En qué condiciones recibe la institución este legado? El desafío que tienen las instituciones de cultura en Cuba es la crisis que va surgiendo del propio desarrollo de la Revolución y la profesionalización de las nuevas generaciones. Son crisis típicas del desarrollo, más allá de estas circunstancias actuales de los huracanes. Este problema no lo tienen otros países subdesarrollados que simplemente no tienen instituciones ni esa fuerza y ese talento floreciente en la sociedad. En Cuba hay hoy muchos más cineastas que posibles módulos o equipos industriales para producir cine, muchos más cineastas que cámaras, que grabadoras de sonido o equipos de edición. Esa situación tensa el papel de una institución como el ICAIC y de la producción cinematográfica, que es una industria costosa aun cuando se haga cine pobre. Solo hinchar una película de video a 35 mm cuesta más de $ 35 mil dólares, que es como único puede circular y exhibirse en los festivales más importantes del mundo: a Cannes, a San Sebastián o a Mar del Plata no se puede ir en video.
Humberto Solas creó el Festival —del que el ICAIC que no es un ente ajeno, sino que participó desde su concepción—, previendo que no solo esa reserva que tiene nuestra sociedad, sino también, que es lo más interesante, la de fuera de Cuba, estuvieran presentes, y tuvieran un espacio para la visibilidad y la interacción entre todos esos hacedores de cine alternativo y cine pobre en el mundo. La institución se nutre de esas experiencias sumamente vanguardistas, como se nutre de la Muestra de Jóvenes Realizadores, que están concebidas con el propósito de dar cabida y seguimiento a este talento, y constituir un espacio de reflexión y de exposición de las nuevas hornadas de creadores y de las posibilidades que abren las nuevas tecnologías más allá de la institución.
El ICAIC viene transitando por un cambio de modalidad tecnológica en el mundo para el que hace falta dinero. Migrar de los sistemas analógicos de producción a los digitales es un proceso que implica toda la cadena productiva hasta la exhibición. Cualquiera no hace cine con una cámara y una computadora. Quizá puedas hacer una película, pero eso no implica que vayas a hacer una segunda, menos una tercera, porque te descapitalizas. No hay un mercado para ese tipo de cine. El Estado cumple un papel muy importante en la producción de cine, que es necesariamente costosa y subsidiada. En un país donde la entrada al cine vale uno o dos pesos, las cuentas no dan; para lograr una producción sistemática es necesario que exista el subsidio.
Para nosotros, el Festival de Cine Pobre, la Muestra de Jóvenes Realizadores, el Festival de documentales Santiago Álvarez, el Festival de Cine en la Montaña, el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano —que va camino de sus 30 años y es el festival de los festivales—, son laboratorios y espejos muy importantes para la institución, que se alimenta de ellos y está al mismo tiempo participando de diferentes procesos en la vanguardia artística del cine. Todos los festivales nuestros constituyen un sistema y son complementarios y coherentes. El Festival de Cine Pobre ha cumplido en este sentido un rol importante, porque se ocupó, sin entrar en conflicto con ningún otro, de una zona menos visible que ha ido creciendo, que tiene un componente de abnegación muy grande. Ese sistema lo hemos defendido y lo hemos mantenido con bastante esfuerzo, porque no siempre existe la visión necesaria para comprender su importancia estratégica y también por las dificultades económicas, que hacen imposible apoyar todo lo que se concibe en la creación artística. A través de estos eventos conceptualmente nos formamos una visión de la realidad productiva y creativa en el campo del audiovisual, ante la cual tratamos de tener una respuesta lo más coherente, abarcadora y eficaz posible. Para nosotros, persistir en la producción cinematográfica desde nuestras circunstancias es un acto heroico. En ese sentido, un ejemplo como el de Humberto, que hizo en la última etapa de su vida un cine desde la modestia, y un Festival desde la humildad y la sinceridad, desde la hospitalidad y el afecto, es un paradigma imborrable.


ESLINDA O LA ETERNA JUVENTUD DE LUCÍA
Por: Osvaldo Rojas GarayPeriódico Vanguardia, Villa Clara, 04 de Octubre de 2008

Eslinda Núñez Pérez tiene un privilegio que cualquier actriz envidiaría: haber actuado en Memorias del Subdesarrollo y Lucía, dos filmes seleccionados entre las diez cintas más importantes del cine iberoamericano, según los resultados de la encuesta en la que intervinieron críticos de España, Portugal y América Latina, con motivo del Festival de Huelva, España, en 1981.
Tanto el clásico de Tomás Gutiérrez Alea como el de Humberto Solás, salieron a la luz en los años sesenta, una década prodigiosa en la extensa carrera de más de veinte películas de la santaclareña, pues en ese período intervino también en otro filme significativo en la cinematografía nacional: La primera carga al machete (1969), de Manuel Octavio Gómez.
Memorias del Subdesarrollo celebró el pasado 17 de agosto el cuadragésimo aniversario de su estreno en Cuba. Mañana, si los datos no nos traicionan, serán los 40 de Lucía, razón suficiente para dialogar de manera exclusiva con Eslinda Núñez, aunque sea a través de la línea telefónica y con los “minutos contados”, porque en breve esta dulce mujer tiene fijado un compromiso, al que concurrirán, además, los restantes miembros del colectivo que laboró en la telenovela Polvo en el viento, cuyo capítulo final se reponía anoche en el canal CubaVisión.
Contrario a lo que muchos piensan, el comienzo de la brillante trayectoria de Eslinda está relacionado con otra rama del quehacer artístico.
«Realmente me inicié en el teatro. Me fui de Santa Clara para Teatro Estudio, en La Habana. Al cabo del tiempo empecé a trabajar en distintas salas, haciendo comedias. Hubo quienes me pronosticaron una carrera de comediante de las tablas», relata.
«Llego al llamado séptimo arte —añade— porque era novia de Manuel Herrera (director de cine), que trabajaba en el ICAIC, y me entero que se están haciendo varios casting. Un día me encuentro con el equipo de realización del filme El otro Cristóbal. Me hablan de un personaje, pero pasó el tiempo y cuando pensaba que se habían olvidado de mí, el director dice que era la perfecta para interpretar otro papel.
«La primera propuesta había sido la de una muchacha de sociedad, desagradable. Ahora sería una guajira, hija del alcalde de un pueblo”.Cuenta que a Humberto Solás —fallecido el pasado 17 de septiembre— lo conoció mucho antes de encarnar Lucía.
«Habíamos hecho varios planes, pero por alguna razón se malograron. Incluso, él quería que yo fuera la protagonista de El retrato (1963); sin embargo, luego me pareció que una compañera, que era bailarina, lo haría mejor.
«Déjame aclarar algo —señala—, aunque Memorias del Subdesarrollo se hizo primero, ya yo había sido elegida para ser una de las protagonistas de Lucía.«A Memorias… me presenté al casting. Con Lucía fue diferente, pues Humberto había pensado en mí para la segunda historia, igual que había diseñado para Raquel Revuelta la primera y para Adela Legrá la tercera.
«Hice Lucía sin pensar que se convertiría en un clásico del cine cubano. Lejos estaba de imaginar la trascendencia que iba a tener después.
«Pienso que es un filme realmente extraordinario. Es un fresco de nuestra historia, a través de la mujer cubana. Considero que se trata de una película que mantiene su juventud».
Además de esta joya de la cinematografía criolla, Eslinda tuvo la oportunidad de actuar en otras obras dirigidas por Humberto Solás. Hablo —por citar ejemplos— del documental Wilfredo Lam (1978) y también de Cecilia (1981) y Amada (1983), cintas inspiradas en clásicos de nuestra literatura. De ahí que la reconocida actriz se sienta deudora del sobresaliente realizador, ganador del Premio Nacional de Cine 2005, y a quien el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) y la Cinemateca de Cuba le rendirán homenaje el próximo lunes.
«Estoy en deuda con Humberto. Pienso que es un hombre muy importante dentro del cine cubano. Es una gloria nacional. Aprendí mucho de él desde que rodamos Lucía. Entonces yo empezaba y estaba apegada a la vertiente de Stanislasky.«Me di cuenta a partir de aquel momento que los artistas siempre estamos aprendiendo».
Madre de un varón y abuela de una pequeña de apenas un año, Eslinda no ocultó su alegría cuando le comentamos que en el próximo Festival de Invierno de su natal Santa Clara, habrá un espacio para recordar a Lucía.
«Tengo magníficas relaciones con los organizadores de ese Festival. Siempre que los compromisos me lo permiten voy por allá. Me sentí muy honrada cuando hace algún tiempo me entregaron el “Zarapico”, importante distinción cultural que concede el Gobierno en Villa Clara”, confesó la Isabel de Polvo en el viento, a quien pronto volveremos a ver en la pantalla chica en un teleplay de Consuelo Ramírez.»


HUMBERTO SOLÁS RESURGE COMO EL GRAN ESTRATEGA QUE FUE
Por Sergio Benvenuto Solás
Director del Festival del Cine Pobre de Humberto Solás

Humberto Solás, con la total convicción de revolucionar el panorama audiovisual y cinematográfico del Tercer Mundo, presentó su Manifiesto del Cine Pobre en el año 2001, en Madrid, durante la Semana de Cine de Villaverde. El rápido impacto de su propuesta se reflejó en titulares de importantes medios de prensa y espacios alternativos internacionales. Este fue el primer peldaño para el surgimiento del Festival Internacional del Cine Pobre, originalmente previsto para noviembre de 2002 y postergada su primera edición hasta abril de 2003, en un pintoresco pueblo del Oriente cubano: Gibara. Ya en aquel Manifiesto —que hasta el día de hoy no ha cambiado sus palabras originales—, él planteaba:
«Cine pobre no quiere decir cine carente de ideas o de calidad artística, sino que se refiere a un cine de restringida economía que se ejecuta tanto en los países de menos desarrollo o periféricos, así como también en el seno de las sociedades rectoras a nivel económico-cultural, ya sea dentro de programas de producción oficiales, ya sea a través del cine independiente o alternativo».
Humberto definió magistralmente el proyecto Cine Pobre en su artículo «Cine Pobre: antecedentes históricos y contemporaneidad», publicado en el catálogo del segundo certamen de Gibara. Recientemente este escrito fue escogido por la corresponsalía en Cuba de la agencia IPS - Inter Press Service para su sección «Enfoques», la cual en esa ocasión se dedicó íntegramente a Humberto, a muy pocos días de su fallecimiento. Hemos decidido volver a incluir dicho artículo en este catálogo. Hago referencia a uno de sus párrafos:
«Pero, sorpresivamente, y quizás apoyando la dialéctica que todo MAL o BIEN contiene dentro de sí el germen de su oposición y eventual destrucción, la reciente revolución tecnológica en el audiovisual, desarrollada únicamente para estimular el consumismo, ha resultado, paradójicamente, la vía idónea para la sobrevivencia de la voluntad cultural cinematográfica en términos democráticos, desvinculada cada vez más esta profesión de dependencias manipuladoras y capaz de existir presupuestalmente y multiplicarse, con una rapidez y un vigor irresistible. Ha nacido el CINE POBRE, tribuna para un cine consagrado a su artisticidad y su libertad».
En un artículo mucho más reciente Humberto abordó, o anunció, la dirección ética y conceptual que divisaba para el Cine Pobre, pues en su artículo «A propósito de una estética del cine pobre» se hizo explícito definitivamente —y dialécticamente—, el deseo de enriquecer de manera sistemática el cuerpo conceptual del movimiento que más de un quinquenio antes se había creado. A modo de interrogantes planteaba:
«Definámonos como cineastas. ¿Cuáles son nuestros propósitos? ¿A qué aspiramos con el ejercicio de la profesión? ¿Con qué soñamos? ¿Cuál esperamos que sea la incidencia de nuestra obra en nuestro contexto social y por tanto en nuestro público? En resumen, ¿qué es el cine para nosotros?
«Innumerables y diversas respuestas podríamos recibir de nosotros mismos. Para una mayoría, el cine será puro divertimento lingüístico, una vía de escape a las tribulaciones de la vida cotidiana; para otros significará un instrumento de conocimiento y transformación de la sociedad o al menos, la elaboración de un testimonio imparcial del acontecer histórico; para otros será la plasmación de una utopía y para el resto (sobre todo entre los documentalistas genuinos) una saga antropológica o sociológica que contribuya al acervo científico cultural.
«¿Tendríamos que privilegiar alguna tendencia? Seguramente no. Entre todas está el abanico que conforma las diversas inclinaciones que coexisten en el seno de las sociedades humanas y cada una de ella llenará vacíos y espacios legitimados en las específicas conductas de los grupos humanos que conviven en la dinámica social.
«¿Esta flexibilidad significa amparar y complacernos con la irresponsabilidad, el canto a la violencia, el aplauso a la corrupción o el abandono al nihilismo? Seguramente que no. Hagamos un poco de historia».
No es un secreto que el cine iberoamericano logró en muy contadas ocasiones el virtuosismo alcanzado en las películas de Humberto Solás. Les invito a que viajemos al pasado, a ese tiempo que el cineasta por modestia, o quizás impedido por su pudor o por la concreta imposibilidad de prever su muerte, no pudo reseñar con calma.
Para abordar en su obra la disección profunda y sugerente de la contemporaneidad y del futuro, solo habría que escoger una triada aleatoria de títulos. Elegiría entonces tres filmes bien diferentes: Cantata de Chile (1973), Amada (1983) y Miel para Oshún (2001), obras que muchos de los «especialistas» ni siquiera han evocado cuando nos aterran con sus sosas encuestas, la mayoría ridículamente encaminadas a generar atención sobre quien las organiza, al jerarquizar, las obras cinematográficas como si fueran bultos en un inventario de almacén. Sobre estos tres filmes, y los intríngulis contextuales, hay mucho por escribir.
Para seguir la misma norma de elección cuasi aleatoria propondría destacar otros tres títulos: esta vez Un día de noviembre (1970), Cecilia (1982) y Barrio Cuba (2005). Al recorrer estas películas, sugiero sentarse (sí, en una butaca) y abrir todos los sensores. Quedarán perplejos y agobiados por la magistralidad lograda, que podrán percibir sin duda alguna en tres obras elaboradas con lenguajes muy disímiles, pero con patrones solasianos identificables y comunes, como la cuidadosa concepción de cada uno de sus planos, el brillante desempeño actoral en cada uno de los personajes, y los infinitos ambientes cinematográficos creados por Humberto Solás para cada filme suyo.
Asombra la sutileza estética, política y social de ese cine único en el continente, subvalorado aún y poco estudiado a fondo, que Humberto Solás nos dejó; donde contínuamente la comprensión intelectual del contexto social y cultural incorporará una orgánica mirada al futuro, sabiamente derivada de su profunda formación autodidacta y de su cercanía a las esencias del individuo simple. Solás logró mostrar en su obra su indiscutible, completa y asombrosa capacidad de análisis de la nación cubana.
Su libertad como artista nunca mermó por la incomprensión que acompañó el estreno de algunos de sus filmes. Como a menudo presentía esta desavenencia, jugaba con ella arriesgadamente durante el proceso de creación, y a sabiendas de que luego afrontaría períodos difíciles.
La intuición, quizás, de esa verdad que representaba su hegemonía de artista verdadero, crearía en algunas personas cierta incapacidad para asimilarle o tolerarle plenamente, y brotaban como a ráfagas aquellas críticas infectadas de argucias y subvaloraciones tendenciosas, que el tiempo borró bienaventuradamente.
Después de casi una década alejado de la profesión, Humberto retorna con el filme Miel para Oshún (2001), basado en un guión cuya primera versión fue escrita en 1993 por Elia Solás. No solo regresa al cine de temática contemporánea, sino que se despoja de varias ataduras al aprovechar la oportunidad que le ofrecía el video digital, que no requiere grandes presupuestos. Se propuso abordar el tema central de la tragedia nacional, la separación familiar, y ello lo emprendió con un filme intencionalmente comunicativo, que llegaría de manera efectiva a los más amplios segmentos poblacionales.
Luego de varios años se comienza a evaluar con justeza y objetividad la magnitud en que el multipremiado filme logra sus objetivos, y deviene «ventana» por la que podremos recuperar el más nítido testimonio realista de los inicios del siglo XXI cubano. Miel… retrató la isla de Cuba en el momento en que una mayoría de cineastas apostaban por el postmodernismo y por otras influencias y corrientes de carácter más experimental, y por ende, se distanciaban del realismo. En otros escenarios, algunos de los condicionamientos que impone la coproducción cinematográfica con otros países del primer mundo contribuían a deformar un segmento significativo de la producción nacional, ya fuera institucional o independiente.
El éxito del primer filme cubano grabado con tecnología digital, junto al lanzamiento de su Festival, contribuirá paulatinamente a diversificar las fórmulas de producción de la cinematográfica nacional; de igual manera crecerán los espacios de intercambio que facilitarán distender uno de los períodos de mayor distanciamiento entre cineastas consagrados, realizadores jóvenes y teóricos del cine en nuestra historia reciente. Otros eventos ya existentes, así como nuevos espacios, se desarrollarán animados por el ejemplo e impacto internacional del Cine Pobre de Humberto Solás.
El cambio de dirección en el ICAIC favorecerá que el proyecto Cine Pobre oxigene la esfera cubana de los eventos audiovisuales, y reciba de inmediato el apoyo de las autoridades culturales, o sea, del ministro Abel Prieto y del nuevo presidente del ICAIC, Omar González, que de inmediato captará la verdadera potencialidad de la nueva propuesta y la defenderá.
Pero el Festival —la obra más reciente de Solás— tenía como propósito calar mucho más a fondo en la tesitura socio-cultural-comunitaria del país, de la comunidad de Gibara y de los cineastas e intelectuales en disímiles latitudes. Y es que el Festival de Cine Pobre de Gibara, le permitió a Humberto actuar simultáneamente, y con una incidencia internacional, en varios espacios únicamente reservados anteriormente a funcionarios del cine, o de manera excepcional al cineasta Julio García Espinosa, quien consolidó una amplia labor al presidir el ICAIC, el Festival de la Habana, y fundar la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños, en la década de los 80, época cuyos logros también habrá que estudiar más a fondo.
Humberto se las arregló para sortear pacientemente los escollos, y esperó su turno para crear, a manera de ópera social y ética, un movimiento amparado por su prestigio, pulcritud ética y autoridad. En muy poco tiempo este movimiento alcanzó notoriedad, independencia de acción, y no por casualidad aglutinó a un sector de peso en la vanguardia cinematográfica, no solo a nivel internacional, sino a muchísimas entidades que forman parte importante del mejor y más activo circuito artístico e intelectual de la nación cubana.
El cineasta que ya en Lucía se burlaba de los conflictos medulares de los años 60, a través de la niña que aparece al final del filme; aquel autor censurado —de manera explícita y pública— con Un día de noviembre (1970) y con su proyecto de filme Océano, que aparece en los años 80, aprovecharía cada película para dejar constancia de sus preocupaciones y perspectivas más personales. Era el mismo ser que daría forma a un nuevo proyecto de incidencia indiscutible: la propuesta de defender un cine realizable de manera independiente y con modestos recursos, propuesta que inoculó muy rápidamente la conciencia de muchos cineastas en todo el mundo.
Cuando Solás vuelve al escenario como cineasta en activo es el icono vivo del cine cubano, y aunque resulte un hombre insubordinable, como ocurrió con Lezama, Virgilio, Carpentier, Titón y Lam, entre otros grandes de nuestra cultura, Humberto será poco más o menos intocable. Conoce a sus muchos detractores y tiene dos grandes ventajas: no busca el bienestar económico y está acostumbrado a enfrentar el rechazo del panorama cinematográfico con sus propuestas artísticas. A todo ello se sumará algo insólito: el veterano director que fue siempre un joven cineasta, vuelve a sorprender con su naciente festival desprejuiciado y liberal.
En abril de 2003, la obra del cineasta estaba en circulación en muchas latitudes. Miel para Oshún (2001) acaparó premios importantes, mientras el Festival debutó con gran impacto y rápidamente ganó prestigio en muchos países. Paralelamente, Humberto continuó moviendo sus últimos proyectos de bajo y mediano presupuesto, pero las fuerzas que se opusieron a su reaparición impidieron sortear todas las barreras, pues su protagonismo como cineasta no fue sinceramente anhelado.
El filme Barrio Cuba (2005) no encuentra inicialmente apoyo para su producción, pero un grupo de actores y técnicos solidarios con su proyecto acordamos rodar el filme con nuestros propios medios; y así sacamos adelante la primera etapa del último filme de Solás. Luego de culminar el rodaje, el material grabado en digital esperó engavetado durante más de seis meses en un escaparate de Miramar, hasta que un «milagro» de gestiones individuales permitió llevarlo a su culminación y estrenarlo. El cineasta sufrió los obstáculos, pero él y nosotros, además de muchos cinéfilos y espectadores, disfrutamos del resultado final.
La pérdida repentina de Humberto Solás fue un acontecimiento desconcertante, como también lo fue el impacto mundial que generó su muerte. Únicamente su fina astucia, su capacidad de sortear pacientemente los obstáculos y su prestigio impoluto y cuidadosamente construido durante décadas, permitieron que el cineasta consolidara un proyecto de desintoxicación y potente influencia. Ello se adicionó a su ya enorme legado como artista, y Humberto pudo ver los resultados: la válvula abierta y necesaria que hoy representa el Festival de Gibara y sus numerosos espacios de influencia en el panorama cinematográfico y cultural cubano e internacional.
Humberto sacrificó parte de su carrera como cineasta, o quizás de lo que hubiera sido una carrera «oportunista» de director de cine, ya fuera en Cuba o en el extranjero. Con ello logró despojarse una vez más de condicionamientos tácticos que pudieran mellar su estrategia sincera y comprometida de incidencia social. Como en cada uno de sus filmes, el Festival, un serial de seis ediciones, se colocó en el epicentro cultural del país.
Humberto Solás nos legó una obra que deberá perdurar en los tiempos venideros y acompañar una época de evidentes incertidumbres, obstáculos y cambios.
La actual expansión del proyecto Cine Pobre de Humberto Solás contribuye a consolidar su legado, y ello es evidente cuando vemos surgir, y consolidarse, la Muestra Temática del Cine Pobre de Humberto Solás, con sede en Cienfuegos.

LA LUCIDEZ CONTRA EL ENCONO
Sobre el film "Cecilia"(1981), un clásico de Humberto Solás
Rufo Caballero

El personaje de Cecilia Valdés constituye la mayor referencia gráfica de que disponemos para entender la experiencia de la Colonia cubana.
Situado en el siglo XXI, el cubano puede escoger entre dos referentes posibles: la Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde, publicada en 1879, cuando de la Colonia quedaba poco; o la Cecilia de Humberto Solás, rodada en 1981, cuando la distancia de un siglo en relación con la novela, y de siglo y medio respecto a la época de los acontecimientos que narra la historia, permitió al cineasta ofrecer una interpretación marxista y esteticista de la tragedia.
Los sucesos de la ficción, con una indudable base histórica, se remontan a La Habana entre 1812 y 1831. ¿Cómo aproximar hoy aquellos días? ¿Desde el costumbrismo, el folclorismo y el pintoresquismo del excelente Villaverde; o desde la poesía sombría, desde el horizonte mustio que según Solás bañaba La Habana? Pienso en el joven de hoy; en cubanos que han crecido —también ellos— frente a la imagen de un televisor. Es bastante más probable que el joven de hoy se adentre en la Colonia cubana a partir de las imágenes de Solás que de las descripciones abundosas de Villaverde.
¿Qué ganaría a merced de Solás?
Pasaría de las digresiones, de los circunloquios, e iría pronto a la médula de la historia y de la época. Solás sacrificó el color local y el atractivo del dibujo grueso de Villaverde. Adensó la tragedia, subió la intensidad del conflicto y ofreció una amena lección de Historia. Los jóvenes que se aproximan hoy al fresco trágico de Solás aprenden más de Historia que si leyeran diez ensayos sobre la Colonia , al tiempo que disfrutan un argumento emocionante, que pierde la distinción entre la racionalidad y la locura.
Pero Cecilia fue y es mucho más que una película. Cecilia fue y es una circunstancia cultural, la disposición de todo un país a revisar sus clichés. Tal vez más de la mitad de esta sala no consiga recordar hoy el cisma enorme que supuso Cecilia para la cultura y la sociedad cubanas. Cuando se estrenó, a comienzos de los años ochenta, a sólo meses de la década gris, la televisión se lanzó a la calle para grabar repulsas al filme. Era una cuestión de honor abuchear Cecilia. Quien no odiara Cecilia no era suficientemente revolucionario. La Historia, sin embargo, es tan paciente como para saber aguardar lo necesario. Hoy día, en Cuba, no se es suficientemente revolucionario si no se comprende la operación histórica de Cecilia. Lo que casi treinta años atrás fue entrevisto como cabildeo e impudicia, hoy se aplaude como sensatez y conocimiento profundo. Entonces no se pudo entender que Solás se diera la libertad de las mareas y, artista como era de los pies a la cabeza, virara la anécdota al revés. La anécdota y sus connotaciones. En nombre de un nacionalismo chauvinista y provinciano, no se entendió que la interpretación de Solás correspondía más a las demandas de la lógica revolucionaria que el letargo pintoresquista de Villaverde. Solás entregaba una película irreverente, audaz como tiene que serlo el arte todo, y, a la vez, una interpretación que corría más con los tiempos, en la medida en que mostraba una Colonia más amarga, desahuciada, menos complaciente, terrible.
La recolocación cultural de Cecilia que vivimos hoy es una victoria de la lucidez frente a la necedad; una conquista del entendimiento frente a la obcecación. El rescate de Cecilia resitúa la autoestima nacional, siempre que nos enseña que no hay proyecto de nación y de cultura que no necesite ser repensado con cabeza propia. El grito de libertad que emitió Solás con su Cecilia era el reclamo lúcido a la capacidad de pensar con cabeza propia una Historia que pertenece a todos, en la vida de todos los días y no en el campamento sacrosanto del Museo. Hoy ese reclamo, estético e ideológico, es escuchado. Ya no está Humberto para saborear el triunfo, pero estamos los testigos de una hermosa historia de restitución, con la cual el país se sacude la rémora de la parametración y de la exclusión de sus hijos cabales e inteligentes.
Ningún cubano puede escapar jamás de la última gran secuencia de Cecilia, con Daisy Granados, enloquecida, convertida de Ochún en la Virgen de la Caridad, como la Colonia ella misma, como la tragedia ella misma, vagando por las calles habaneras, con la corona puesta en la cabeza pero a punto de caer de un campanario. Esa era Cuba. Esa imagen de Daisy era Cuba. Hoy lo sabemos. Ningún cubano puede dejar de gozar y de padecer, a partes iguales, aquella escena teatral, sobrehistriónica, maravillosa, donde Miguel Benavides se para en la puerta de la iglesia, a hacer justicia. Presunta justicia. Benavides, Pimienta, el mulato cubano, el independentista, el libertador, con el hacha doble de Changó en ristre.
Y un Leonardo inocente a punto de morir. Y una espléndida Rosa Gamboa interpretada como la mejor diosa trágica por Raquel Revuelta. Y la preciosa Isabel Ilincheta de Eslinda Núñez, que no entiende nada del intríngulis de una historia embrollada que terminará en la sangre. Y una cámara que no cesa de rondar a los personajes, como una fiera a punto de devorarlos. Una de las mayores experiencias estéticas y éticas a las que puede exponerse nunca un cubano.
Han transcurrido casi dos siglos desde aquellos días presurosos que nos cuenta la historia. Y no sé por qué ahora, en circunstancias muy otras, veo a la entrada de este cine no a Pimienta sino a otro hombre, impecablemente vestido de blanco. Trae un girasol en la mano, y viene a seguir haciendo justicia, a desbrozar otra vez el camino.

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