lunes, 10 de mayo de 2010

EL HAZ MULTICOLOR DE UN DIMINUTO COCUYO

SERGIO BENVENUTO SOLÁS
Gibara 2010

La ilusión lo es todo para emprender…

Humberto Solás supo adelantarse desde su adolescencia y primera juventud y desarrollar de manera acelerada sus casi 67 años de vida. Presintió incluso, en su incapacidad de asumirse envejeciendo, hasta la manera de alargar la corta etapa en la que cronológicamente podía crear sobre la tierra, con el propósito de entregar a la cultura universal y a la cubana —y a sus coetáneos, pero esencialmente para las generaciones subsiguientes— un legado integral. Con el Festival logra sintetizar el diseño y concepción, o la salida, que vislumbró para el renacer del cine de autor ante los tiempos que corren.

Cuando evocamos sus últimas dos obras, ambas de ficción y culminadas a fines de 2005 —el largometraje Barrio Cuba y el corto Adela—, nos percatamos de que en ellas está plasmado cinematográficamente un complemento estético del proyecto de Gibara, que nos ha entregado como una suerte de testamento humanístico, el cual engarza atinadamente con toda su carrera, iniciada sólidamente, muy a priori, por alguien que sería capaz de estructurar un recorrido artístico mágica e intuitivamente colocado.

Estas dos películas, las últimas que alcanzaría a filmar, fueron conformadas a partir de cuatro historias, escritas como cuentos independientes. Las tres historias que se entrelazan paralelamente en Barrio Cuba, y la cuarta que conformó el cortometraje Adela, retratan el sufrimiento de la Cuba de inicios del siglo XXI. Pero aun en estas dos obras donde Solás aborda la cruda y a la vez dulce o hermosa vida, incluso la muerte de sus humildes personajes, el cineasta supo trasmitir con total firmeza su apuesta por el ser humano, por el futuro, su filosofía cargada de «ilusión» por la vida. Con estas dos piezas cinematográficas, Humberto dejó para las futuras generaciones de cineastas una clase magistral de cómo ofrecer un modo de nutrir a la sociedad cubana contemporánea del optimismo por el progreso humanístico; de cara al mañana brinda un impulso al cubano simple, para que construya dentro de sí el aliento que necesita. De manera especial, ambas obras devienen legado para el país, extraído desde las fuentes más valiosas de la cubanía y enfocado en lo que llamó «La Trilogía del Pueblo», que iniciara con Miel para Oshún y cuya auténtica tercera parte —según entendimos más tarde— lo constituía su apuesta por el Cine Pobre.

Durante un reciente foro dedicado a Solás en febrero pasado, dos estudiosos del cine cubano, Joel del Río y Rufo Caballero, conocedores de la obra del autor de Lucía (1968), convinieron en afirmar que un estudio exhaustivo de la obra de Humberto Solás debía tener como punto de partida el análisis amplio de sus dos últimas películas de ficción: Miel para Oshún, la que dio origen durante su rodaje en el año 2000 al proyecto fundacional del Festival del Cine Pobre; y el binomio de 2005 que conforman Barrio Cuba y Adela. Coincido con ellos en que a través del estudio cabal, tanto de los aspectos puramente cinematográficos como de la propuesta social de cada una de estas obras, podríamos alcanzar una mejor comprensión de los motivos que dilucidan las numerosas alegorías de sus filmes.

Luego de asistirle profesionalmente en esas películas y en el complejo camino que entrelaza los intríngulis del surgimiento y la realización de seis festivales del Cine Pobre presididos por Solás, confirmo la opinión de que la consolidación del artista-estratega cuaja, finalmente, en la etapa en que estos dos largometrajes y el corto inician y acompañan su apuesta por el Festival Internacional del Cine Pobre. Pues el nuevo Solás, aparentemente minimalista y que hurga con absoluta humildad en lo esencial; el que dotó a esas últimas propuestas de una noción del contexto social inmediato; el que proyectó con cada obra un haz de luz hacia la posteridad; en Cine Pobre trazará un camino de salvación para el cine de autor, que no niega, como algunos lo interpretan, a la industria y su complejo andamiaje, pero que, en cambio, sí entrega al cineasta-artista que lo sucederá una rama de olivo y una salida libertaria.

El cine contemporáneo es el espejo de la sociedad egoísta en la que habitamos; de un planeta mal globalizado donde una minoría quiere sobrevivir a expensas de la dura marginación y extorsión a las mayorías; un lugar donde pulula la demagogia y continuamente se restituyen las viejas estratagemas de radicalización por otras nuevas —quizás peores— alternativas de sociedades frívolas y consumistas. El supuesto de una sociedad igualitaria, por imperfecta que fuera, sin lugar a dudas movió valores humanísticos y favoreció al arte y al cine de manera significativa en todo el planeta. Solás abordaría todo esto, magistralmente, en su ensayo «Cine Pobre: antecedentes históricos y contemporaneidad».

La desesperanza es el arma más eficaz de la mediocridad destructora, a menudo acompañada por la no búsqueda de soluciones y por la nada, que tanto en el ámbito social como en el cultural retorna con periodicidad invariable. Al aprehenderla y labrarla, pasamos por etapas sin sentido, convenciéndonos a menudo de que no existe margen para el progreso. Y ello no es cierto. Como cineastas, teóricos o promotores, si tomamos este camino nuestra faena diaria será la construcción de «un mundo cínico» (y cito palabras de un amigo, admirado escritor, Rafael Grillo) donde sentimos alivio únicamente por el hipercriticismo sin propuesta; algo que la vida, tomando el consejo de la sabiduría popular, juzgaría a la manera del dicho: tanta culpa tiene quien mata la vaca como quien le amarra la pata. No es posible ser un artista verdadero sin la noción contextual y cultural que, como aureola, acompañará a la obra, con independencia de la ideología a la que incorpore su propuesta.

Solo con las alfombras de Hollywood, Cannes, Venecia y Berlín, una mayoría de cineastas se ilusionan, mientras la batalla por la distribución alternativa parece hoy finalmente perdida. Pero en contraste hay una coyuntura a considerar por aquel cineasta artista que ha comprendido el presente tecnológico-mediático; y toma la vía, quizás combinándolo con una relación estrecha con la industria, de su total emancipación coyuntural. Ya tiene en sus manos la opción de no conformarse con esperar años para filmar, ya no concibe su guión pensando en estrenar en un sitio u otro y no se ajustará entonces al dictamen de un ente ajeno, productor-distribuidor. Hoy es por instantes libre, porque ha llegado verdaderamente ese momento de rodar y postproducir con total calidad y a muy bajo costo.

El cine que se aviene tendrá la libertad del pintor en su atelier o el artista del performance, la del teatrista capaz de hacer su monólogo en una plazoleta, la del músico solista, y hacia este nuevo camino lo ayudará a arribar ese reducto minúsculo que es su alma iluminada e iluminadora, ese cocuyo libertario que todos llevamos dentro y que bien simboliza este proyecto solasiano de Gibara. Y es que ciertamente lo de Cine Pobre ya no es sólo posible, sino que el «Non Budget» escogido por Humberto desde los inicios como traducción en inglés de «Pobre», fue un acto adelantado. Voluntad y pasión son los ingredientes simples, los necesarios, para quienes como cineastas-artistas tengan algo que decir, con autonomía completa, y lo expresen a modo de imagen cinematográfica en bruto, a través de un filme modestamente creado.

El contexto actual solo es desesperanzador si nos resignamos a la inercia que vive en el interior de cada uno de nosotros. Sin embargo, es igualmente generoso al ofrecernos una oportunidad para el florecimiento, si alcanzamos a captar que se nos aviene un nuevo orden de las cosas, una nueva manera de afrontar el arte, y obviamente el cine y el audiovisual.

Un certamen audiovisual es un desafío artístico que ha de respetar una diversidad de propuestas estéticas y, en consecuencia, debe divulgar un cúmulo de mensajes con potencial incidencia en la conducta de los individuos; por lo que adquiere, al hacerlo, una connotación social explícita ante el presente en que el evento acontece. Un festival de cine acoge de por sí a todas las artes que el propio acto cinematográfico arropa, pero el de Gibara incluso invita al resto de las manifestaciones artísticas a que acometan la invasión constructiva, a que otorguen la textura de lo espontáneo, y permitan consumar —y sumar— un hecho artístico sui géneris durante esta semana de vitrina audiovisual. El de Gibara, en su octava edición, la segunda sin la presencia física de Humberto, apuesta en su nombre por colocar su quantum de luz en la mirada vuelta hacia el mañana.

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